La novela de Arthur Larrue La diagonal de Alekhine (Alfaguara) genera nuevas reverberaciones después de que Putin haya convertido el planeta en un tablero de ajedrez muy similar al de la Guerra Fría (cada día parece más claro que aquel enfrentamiento global jamás terminó, sino que simplemente se quedó larvado). El autor ha estado recientemente en Cataluña. Allí ha dado varias entrevistas sobre su reconstrucción de los últimos y decadentes años del campeón del mundo ruso Alexánder Alekhine, una figura que, sin duda, da un juego literario tremendo.

Larrue fue expulsado de Rusia por su cercanía a la disidencia antiputiniana, un detalle que afloró en su anterior libro, Partir en guerre. Tuvo que abandonar pues su labor como profesor de literatura francesa en la Universidad de San Petersburgo, que había desarrollado durante cuatro años. En sus declaraciones a los periodistas, ha reconocido que la guerra le ha roto emocionalmente: son muchos los amigos que dejó en Rusia, buena parte de los cuales, por su actitud crítica, hoy están en una posición muy delicada.

Larrue era aficionado al ajedrez antes de llegar a Rusia pero fue allí cuando empezó a jugar más en serio, con amigos que lo habían mamado en los tiempos de la URSS, cuando este deporte del intelecto se practicó de manera masiva. Las autoridades lo auspiciaron y lo introdujeron en las escuelas con el fin de producir campeones que asombraran al mundo y humillaran a su bestia negra, los Estados Unidos, en los torneos internacionales. Pero antes de esta eclosión popular, el ajedrez era un juego más bien enclaustrado en los salones aristocráticos de la Rusia blanca, a los que pertenecía Alekhine, hijo de un terrateniente miembro de la Duma Imperial.

Alekhine pronto demostró un talento descomunal para campear sobre las 64 casillas, donde desplegaba una agresividad extrema que percutía en las defensas más sólidas. El mismísimo zar Nicolás II le premió con un jarrón de porcelana que llevaría siempre consigo en su peregrinación constante por el orbe ajedrecístico. También se cuenta que Trotski, tras disputar (y perder) una partida con él en la cárcel donde lo habían encerrado los bolcheviques, decidió indultarle. Acabó siendo el campeón del mundo, título que, con maniobras dilatorias, retuvo hasta su muerte en condiciones muy turbias (se había granjeado muchos enemigos) en un hotel de Estoril el año 1946. La versión oficial fue que se atragantó con un trozo de carne pero a saber… Stalin lo quería fuera del tablero, para que no pusiera en peligro la sucesión de su apadrinado Botvínnik. Y los judíos querían venganza tras haberlos puesto en la picota con unos ignominiosos y maniqueos artículos en los que vituperaba su manera de jugar al ajedrez (artera y taimada) frente a la de los arios (noble y combativa por derecho).

Estos textos, que publicó durante la II Guerra Mundial, son el meollo dramático de la novela de Larrue, construida como un puzle misterioso en el que las piezas van encajando según se avanza en la lectura (algo así como una versión ligera de Conversación en La Catedral de Vargas Llosa, ciertamente más intrincada en esa apuesta de dosificar y cuadrar la información). Aparecieron en el periódico Pariser Zeitung, editado para las tropas alemanas acantonadas en París. Alekhine había intentado escapar a América cuando los nazis ocuparon la capital francesa pero no le resultó posible porque estos interceptaron sus planes. Cuando lo tenían a su merced, le utilizaron para difamar a los judíos en el ámbito del ajedrez, sucio enjuague al que se prestó (Larrue así lo recoge aunque también hay teorías que apuntan a que él no escribió esos pasajes racistas).

Alekhine muerto en el hotel de Estoril que ocupaba en marzo de 1946.

Este episodio de servilismo forzado (la alternativa era pasarlas canutas) termina de hundirle anímicamente. Su alcoholismo se agrava. Las noches se le hacen interminables. Sombras de perfiles shakespereanos se le aparecen y le atormentan: son los viejos compañeros de prosapia hebrea que poco a poco van cayendo en la Solución Final nacionalsocialista. Esos espectros le perseguirán hasta el infierno que le espera. Su aquiescencia a la propaganda goebbelsiana le sirve para vivir holgadamente mientras los nazis tienen la sartén por el mango en el Viejo Continente pero, al cambiar las tornas, tendrá que replegarse en Estados fascistas como España y Portugal. En nuestro suelo, aunque llegó a trabajar con el niño prodigio Arturo Pomar, vivía asqueado, ofreciendo partidas simultáneas a discreción y trasegando cualquier líquido alcohólico que encontraba a mano. “Aquí solo hay empujadores de piezas”, lamenta con desprecio y añoranza de los torneos internacionales en los que ha sido vetado.

La deriva venal de Alekhine lo estigmatizó para siempre. El compositor Harold Schonberg llegó a describirle como “más inmoral que Richard Wagner y que Jack el Destripador”. En medio de la guerra actual, mientras Rusia aprieta sus fauces sobre la sanguinolenta presa ucraniana, pensaba en la incómoda situación en la que Putin ha colocado a los artistas y deportistas más prominentes de la nación, obligados a retratarse. Y ha habido de todo, como es normal. Desde posturas acomodaticias a otras más díscolas, que pueden ser tildadas según qué caso de heroicas.

Si nos ceñimos al ajedrez, que es lo que toca en este post, entre el primer grupo destaca Karpov. Integrante de la Duma, una semana antes del zarpazo a Ucrania firmó el reconocimiento de Lugansk y Donetsk como territorios rusos. Dice Leontxo García, eminencia en la divulgación ajedrecística en España, que aun así no cree que este superdotado ajedrecista, que llegó a visitar a su íntimo rival Kasparov en uno de sus encierros por su actividad como disidente -gran detalle-, apoye la guerra. Entre los segundos, aparte del propio Kasparov (estos día ha vuelto a afear a occidente las componendas previas con Putin), se encuentra un grupo de 44 maestros rusos que han suscrito un manifiesto en contra de la intervención bélica. Todos ellos han puesto su bienestar (los jugadores de ajedrez relevantes suelen vivir muy bien allí) en riesgo. Gesto de dignidad ejemplar que los honra.

Comparación con Céline

El futuro pondrá a cada uno en su sitio. Alekhine hoy reposa en el cementerio de Montparnasse, después de que sus restos fueran trasladados desde Lisboa a París (tenía pasaporte francés y su cuerpo fue reclamado por su mujer). En su lápida sigue impreso el baldón de sus aseveraciones antisemitas, en la línea de las de Céline, con el que Larrue lo compara: dos ‘genios’ a los que admirar y despreciar a un tiempo.

Antes de vender el alma a un ‘imperio’ aparentemente indestructible, eterno, es importante repasar la historia. Porque todos caen. Alekhine hizo el recuento de colapsos tarde, después de haberse pasado al lado oscuro. En su diario, el 8 de mayo de 1945 (día de la capitulación de Alemania), en Madrid, escribía: “Cuento los imperios que he visto derrumbarse a lo largo de mi vida. El imperio zarista, el imperio austrohúngaro, el imperio otomano y el imperio nazi. Queda el mío, mi imperio de 64 casillas. ¿Cómo no ser testigo de la propia caída? ¿Cómo no morir?”.

P. S. Por cierto, es muy revelador el significado que tuvo el fin de Alekhine según Larrue. No me resisto a consignarlo: “Con él, moría un mundo. Su desaparición no afectaba únicamente al ajedrez. Alekhine había sido uno de los últimos representantes de una raza de jugadores sin maestro, de aristócratas sin rey, de individuos sin respaldos, de mentes sin ideología, de ciudadanos sin fronteras, de reyes imaginarios, de hombres inasimilables…”. No todo en él fue sombra.