Dime una adivinanza, el extenso relato que da título al libro de Tillie Olsen (1912-2007), es una de las narraciones más impactantes y desoladoras que jamás he leído sobre el pudrimiento de las relaciones de pareja, la vejez y las vísperas de la muerte, que ya contienen la presencia activa de la muerte misma. La horrible negrura de la encrucijada final de un matrimonio con casi cincuenta años de convivencia no tiene paliativos, todo es disputa, rencor, resentimiento y lamento por la hiriente infelicidad sentida al término del trayecto común, sobre todo por parte de Eva, la esposa, quien tras una vida de trabajo y estrecheces criando a sus siete hijos, acumula un interminable listado de agrios reproches hacia su marido, mientras rechaza su propuesta de ingresar juntos en una residencia y percibe que la enfermedad definitiva y mortal se apodera de su menguado cuerpo. Sólo hay tiempo para un viaje de despedida, sin apenas ganas ni fuerzas, por las lejanas ciudades y domicilios de sus hijos —anonadados por la situación de sus padres—, antes de que el telón baje definitivamente para Eva. En ese tiempo breve, agónico y sin esperanza, habrá ocasión, sin embargo, para que, entre peleas e imputaciones recíprocas, puedan todavía cogerse las manos y tumbarse juntos a descansar, entre amarguras y agravios, cuando también sufren por la pérdida y la decepción de los ideales sociales y políticos de su juventud.

En su detalle, en su íntima y descorazonadora verdad sangrante, Dime una adivinanza, aunque hace valer el núcleo aminorado, pero latente, de un amor no extinguido del todo, es, ciertamente, un relato sobrecogedor por su veracidad, que alcanza a reflejar los estragos del envejecimiento y la tragedia sin consuelo de la muerte. Lee Grant, una mujer muy interesante, feminista y represaliada durante la Caza de Brujas, actriz ganadora de un Oscar y otras tres veces nominada y directora de documentales, dirigió en 1980 una versión cinematográfica de Dime una adivinanza, que significó la última aparición en la pantalla de Melvyn Douglas y obtuvo reconocimiento al ser proyectada en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes.

Las afueras, con traducción de Blanca Gago, ha publicado Dime una adivinanza casi cuarenta años después de que Anagrama lo hiciera por primera vez en castellano. El libro —con un epílogo de Laurie Olsen, hija de la escritora, y un prólogo muy sustancioso de Jane Lazarre (El nudo materno)— se completa con otros tres cuentos, todos interconectados entre sí, publicados por Tillie Olsen entre 1956 y 1960, que conforman, junto a una novela, la única pieza de ficción de cierta extensión compuesta por la autora, también poeta y ensayista, que dedicó el grueso de su tiempo a criar y a educar a sus cuatro hijos, al activismo sindical, feminista y político de izquierdas —militó en el Partido Comunista de Estados Unidos— y, posteriormente, a la enseñanza universitaria de la literatura.

Nacida en Nebraska, hija de judíos rusos exiliados por su participación en las revueltas de 1905 y casada con un trabajador naval y líder sindical, el realismo de la literatura de Olsen procede sin imposturas ni impostaciones de la experiencia vivida, determinada durante muchos años por las carencias económicas, por el conocimiento directo de la vida de los obreros y por la entrega extenuante a las tareas domésticas y al cuidado de la familia. Su punto de vista no procede de la adquisición desde fuera de unos valores ideológicos, sino que éstos surgen con naturalidad desde dentro de lo experimentado como esposa, madre y trabajadora, lejos del contexto burgués del que proceden la mayor parte de los escritores y razón del extraordinario sabor —y olor— a verdad que emana de sus relatos, que tienen la maternidad y sus agobios en el centro de sus argumentos y que están dedicados a su madre.

En el espléndido Aquí estoy, planchando —de significativo e inequívoco título—, que abre torrencialmente el volumen, una madre se culpabiliza y se lamenta de la poca atención que, descentrada por las exigencias de la cotidianidad, pudo dedicar a una hija; en ¿Qué barco, marinero?, otra madre navega en el meollo de un hogar numeroso que mantiene una peculiar amistad con un errático marinero alcohólico y, en el no menos espléndido Oh, sí, otra madre sufre por el incierto futuro afectivo y personal de su hija, que pierde a su mejor amiga (negra) por causa del racismo y la segregación racial.

En este cuento es magistral, al inicio, la detallada narración de un oficio religioso en una iglesia para gente de color, donde los arrebatos del pastor, los cánticos, las jaculatorias y la entrada casi en trance de los feligreses sorprenden y asustan a la niña blanca, que a pocas se desmaya. El ritmo, las repeticiones y el crescendo envolvente de las palabras y los gestos sumerge al lector en el centro del remolino de la función.

Y es que los cuentos de Olsen no nos implican o nos afectan sólo por sus calidades testimoniales, por su prodigiosa eficacia a la hora de involucrarnos en las angustias y emociones de la realidad cruda y doliente —personal, social, política— que describen, sino también por su virtuoso manejo de lo específicamente literario y narrativo, manejo muy libre y pleno de hallazgos —elipsis, cambios de tono, rupturas estilísticas, introducción de voces y citas, juegos entre lo interior y lo exterior…— que hacen de este libro una experiencia lectora muy completa, siempre deslizada sobre un lenguaje muy rico, poético y sensitivo en el que no pocas veces se aloja una ternura esencial.

La anciana protagonista, enferma y exhausta, de Dime una adivinanza se siente ya seca cuando le ponen a un nietecillo en sus manos: “una abuela desnaturalizada que ni siquiera era capaz de hacer un esfuerzo y abrazar al bebé”. Ser capaz, poder, deber, tener que…como siempre, como antes: “Y le pusieron al bebé en el regazo. La inmediatez del abrazo trajo el aliento de ese pasado: una piel cálida que demandaba caricias y barría todo lo demás; una hermosa boquita, viva y caliente como la de un animal, que devoraba; intensidad e inmediatez; un laberinto lleno de vueltas; una prolongada embriaguez; sentir necesidad y que te necesiten. Miró atrás sin indulgencia y el temblor y el sudor la volvieron a embargar. Así no, ahora no podía, aún no…

Y en los días que pasó allí de visita, fue incapaz de tocar al bebé”.Hay una fuerte conexión de contenido y sentido entre Aquí estoy, planchando y Dime una adivinanza, entre la madre de un cuento y la abuela del otro, quienes, por encima de sus reproches hacia los demás o hacia las condiciones económicas de su vida, se reservan una enorme falta de indulgencia hacia sí mismas, escrutando su desempeño de la maternidad como una tensión constante y culpabilizadora entre lo que pudieron y no pudieron hacer: “¿No podía qué?”, se preguntan, se siguen preguntando.