Me gustaría, por una vez, ser muy breve, para que el riesgo de un exceso de explicaciones o del espesor de mis razonamientos no malogren la eficacia de una recomendación entusiasta que me veo impelido a transmitir con urgencia: no dejen de leer El arte de llevar gabardina (Anagrama), de Sergi Pàmies (París, 1960).

Por circunstancias, no leo más que una exigua parte de la literatura española actual, pero por lo que he leído y por lo que he leído sobre lo no leído -¿me explico?- dudo mucho de que se hayan publicado en España últimamente, de escritores españoles, libros tan completos como El arte de llevar gabardina, apenas 143 páginas –esenciales, bien medidas– divididas en trece relatos o viñetas interrelacionados entre sí hasta el punto de formar una vidriera o un mural de estilo y significado unitarios.

Con expresos y no tan expresos contenidos autobiográficos –incluyendo fantasías–, con un yo narrador que todo lo ensambla y lo unifica, El arte de llevar gabardina es, ante todo, un formidable libro sobre un tiempo y un país, sobre los años que van desde la infancia de ese narrador hasta su presente de hoy mismo como casi sesentón y sobre España durante cinco décadas, con un pie ocasional en París, un escenario estable (y muy atendido) en la ciudad de Barcelona y en la cotidianidad.

El sutil recuento de una época y de la intrahistoria de un país –que se va filtrando con sutileza desde debajo de lo más aparente– se hace magistralmente compatible con una peripecia individual, con el subjetivismo confesional y, en definitiva, con la construcción de un acabado autorretrato, a su vez plenamente compatible con el retrato de toda una generación.

La singularidad de nacer en el exilio, hijo de dos históricos militantes comunistas, el dirigente Gregorio López Raimundo y la escritora Teresa Pàmies –intensamente evocados en el libro, principalmente en tres capítulos extraordinarios–, no merma, pese a su interesante particularidad, la capacidad del autor para contar las perplejidades, dolores, insuficiencias, heridas y derrotas de un colectivo mucho más amplio, de una generación que forzosamente va a reconocerse con emoción en el nítido espejo del libro.

Teresa Pàmies le decía a su hijo que “la ventaja de ser escritor es que todo lo que vives, es susceptible, tarde o temprano, de convertirse en literatura”. Bien cierto. Estemos en el terreno de la autoficción o de su vecino más próximo, el narrador consuma un duro autorretrato: su bondad y sus buenas intenciones básicas, perceptibles sin ser autoproclamadas, no le sirven –al contrario– para remontar las consecuencias de un carácter taciturno, tímido, melancólico, poco hábil para cualquier seducción, pusilánime, infinitamente más dado a la observación y a la reflexión que a la acción, inseguro, autoflagelante y autoinculpatorio, torpe, sentimental, vulnerable y deficitario de autoestima.

No estamos ante la creación de un yo pesaroso y, en el fondo, autosatisfecho y expuesto como brillante, al modo, para que se me entienda, de un Woody Allen. En absoluto. En El arte de llevar gabardina hay dolor verdadero –verdad sobre el dolor–, y la brillantez de la escritura no es la propia del superdotado experto en florituras, sino que se deriva de la hondura, del trabajo en ahondar para llegar a las palabras exactas, a las que mejor describen y explican aquello que se trata de describir y explicar.

El hombre que cuenta –poco importa que sea Pàmies, otro o varios– está sustancialmente herido, inmerso en una triple desazón –que admite el humor y cierta autoparodia–, debido al punto en el que se encuentra como hijo –de unos padres difíciles y ya muertos–, como amante –tras la ruptura y fracaso con Anna, su pareja– y como padre, no poco desconcertado por el rumbo de sus hijos, que es el rumbo de los nuevos tiempos. Es un hombre, pues, en crisis fundamental y casi sistémica, en crisis como hijo, marido y padre, en crisis por el paso que va del mundo personal de su infancia y juventud al mundo de hoy, en lo externo –nuevos hábitos personales y nuevos rasgos sociales, culturales y políticos- y en lo interno: un divorciado solitario, medicado y desorientado.

En cada una de estas vetas hay capítulos en verdad memorables, tanto por su argumento y escritura como, al hilo, por su dimensión ensayística, por así decirlo, por la mirada –mejor dicho– que Pàmies arroja sobre lo que cuenta, poseedora de una gran perspicacia psicológica, sociológica, política y aun cultural. Ya dije que el libro es muy completo.

En el último y espléndido capítulo, Bonus truck, se produce, con toda naturalidad y pertinencia, sin que sea ni truco ni pirueta, y con gran emoción, el desvelamiento del meollo del libro: “Te darás cuenta cuando estés a punto de terminar el manuscrito que llevas cinco años escribiendo: en el fondo no has hecho más que dar vueltas a la idea de no haber conseguido hacer feliz a alguien. “Hacer feliz a alguien de verdad”, escribirás, para subrayar la carga conclusiva de la afirmación”.

Y así es. El arte de llevar gabardina es, a la postre, un libro sobre la felicidad y el amor. “No supiste hacerla feliz”, dirá después el narrador, que antes había escrito: “hacer feliz a alguien, solo hacer feliz a alguien, era el gran quid de la existencia”. Y de la propia felicidad, podría añadirse. Este último texto termina a gran altura -obligando al lector a subrayar y subrayar frases, ideas y párrafos muy logrados- un libro excelente, sin desperdicio, emocionante en buena ley: “ella siempre será lo mejor que te ha pasado pero tú nunca serás lo mejor que le ha pasado a ella”.