“Ocurrió de este modo”. Con estas palabras comienza por dos veces George Silverman el relato de su vida. Pero, por dos veces también, considera inadecuado este arranque y lo interrumpe, con breves comentarios relativos a su insatisfacción, hasta que, por fin, en lo que ya es formalmente un tercer capítulo de su narración, logra empezar su historia a su gusto –aunque no dice nada al respecto– en un tercer intento.

Digamos para empezar, y por empezar por el principio, que es curioso y extraño, desde el punto de vista de la forma literaria, este comienzo en los terrenos de la metaliteratura de una corta novela por entregas de la época victoriana. Charles Dickens (1812-1870) publicó La declaración de George Silverman (Periférica) en 1868, dos años antes de su muerte, tan cercano, pues, a su fallecimiento como lo está su protagonista, quien, superados los 60 años, dice al final haber hecho el recuento de su vida para “alivio” de su alma. ¿Necesitaba Dickens aliviar la suya?

“Ocurrió de este modo”. A Silverman no le gusta, como hemos dicho, este comienzo. Leída la novela, podemos pensar que no son esas cuatro palabras –en la traducción de Elena García de Paredes al español– las que en sí mismas le disgustan, sino que Silverman, en realidad, no está seguro de cómo ocurrieron las cosas, que no está seguro de que ocurrieran de un determinado modo. Y eso sí que conecta con su oscura personalidad, con su personalidad desde el principio situada en el lado oscuro –o, si se prefiere, de penumbra o de sombra– de los acontecimientos.

Digamos, muy sinópticamente, que George Silverman, en el origen de su vida, es, bajo diferentes circunstancias, un niño castigado por la pobreza y por el desamor, como Oliver Twist y como David Copperfield. Y como el propio Dickens, que conoció la miseria y el desarraigo afectivo cuando su padre estuvo encarcelado por sus deudas.

Desde un inmundo sótano, en el que malvive hambriento, encerrado y maltratado por sus indigentes padres, huérfano después, George Silverman será aparentemente rescatado por el arrogante y siniestro líder de una secta religiosa que le situará en la vía del ascenso social mediante la educación –que incluirá el paso por Oxford- hasta que, abrazada la carrera eclesiástica, entrará al servicio de una acomodada dama.

En este recorrido, que solamente esbozo, Silverman vivirá una serie de peripecias –que lógicamente constituyen la trama de la novela–, incluyendo ciertos lances amorosos, que, en una concatenación de renuncias, sacrificios, abusos y engaños le colocarán en el punto –que ni describo ni califico– en el que abordará el relato de su existencia.

No hace falta decir más para comprender que Dickens, de nuevo, trató en esta novela temas muy suyos –los relativos a la infancia, la pobreza, la forja de un destino, las diferencias entre las clases sociales etc.–, poniendo en evidencia el comportamiento inicuo de cierta burguesía y poniendo el acento en la descripción de una falaz congregación religiosa, lo que tiene su relevancia dada su condición de creyente.

En su epílogo, el novelista Rafael Reig ofrece una interpretación que puede iluminar previamente la lectura, aunque también condicionarla. Identifica al niño Silverman como una especie de(l) buen salvaje y certifica que su educación está basada en la supresión del deseo, en el estímulo del sacrificio y la renuncia y en el fomento de la culpa, de manera que el resultado sólo puede ser la infelicidad y el sentimiento de haber malgastado la vida.

Esta versión de lo que sucede en la novela es muy digna de consideración, pero digamos que sitúa más en lo exógeno que en lo endógeno la explicación del devenir de George Silverman.

Sin descartarla, le propongo al lector una visión –una búsqueda– menos unívoca que le permita indagar en otro pilar de La declaración de George Silverman, en el muy elaborado, pero no fácilmente discernible perfil psicológico de su protagonista.

Hablando de antes de su paso por la escuela y por la universidad, durante su estancia en una granja, dice Silverman: “De este modo, comencé a forjarme un carácter retraído; comencé a hacerme una personalidad tímida y silenciosa, sujeta a malentendidos; comencé a vivir con el temor inexpresable, quizás enfermizo, de ser ruin o ambicioso en el futuro. Y así, mi naturaleza llegó a amoldarse a tal horma, antes incluso de que le afectara el influjo de la vida aplicada y solitaria de los estudiantes pobres”.

La declaración de George Silverman nos ofrece, en definitiva, amén de un relato que nos mantiene interesados y atentos, la posibilidad de intentar esclarecer una compleja personalidad psicológica y de establecer los límites e interrelaciones entre esa personalidad y las determinaciones sociales y educacionales. En esas dos vías, creo, reside el atractivo del esfuerzo creativo desplegado por Charles Dickens en su breve y sustanciosa novela.