El escocés Robert Louis Stevenson escribió los dos relatos largos reunidos en Un regalo de Navidad (Nórdica) muy pocos años antes de su muerte en 1894, cuando todavía no se había instalado en los mares del Sur. Estaba en el momento álgido de su producción literaria, pues las dos narraciones se publicaron entre La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), sus indiscutibles obras maestras.



Markheim y Olalla están estrechamente relacionados con la segunda: son historias de corte terrorífico, con sugestiones fantásticas y atmósferas inquietantes y sombrías, entre el romanticismo y el goticismo. Personajes trastornados, disociados, atrapados en la batalla entre el Bien y el Mal, en el terreno del crimen y de la enfermedad psíquica y moral, debatiéndose entre el pecado, la culpa y el arrepentimiento para acceder a un destino difícil y doloroso.



En Markheim, un hombre entra en la tienda de un anticuario para comprar un regalo para una dama. La inesperada actitud del vendedor, hiriente e impertinente, lo empuja -con la ayuda de sus fantasmas interiores- hacia el crimen y el robo, desgarrando su personalidad.



En Olalla, un oficial británico, que combate en España durante la Guerra de la Independencia, se retira a descansar a una vetusta mansión en el campo, propiedad de una noble familia venida a menos, fin de raza, de linaje degenerado y decadente. Pese a las recomendaciones de su médico, entra en contacto con los misteriosos habitantes de la casa: un joven retardado y extraño, una hermosa dama idiotizada y, sobre todo, una bellísima y mística muchacha que compone versos y que parece estar prisionera. Para su desgracia, se enamora de ella, claro.



La intriga y el horror reclaman la atención del lector, que sufre y disfruta ante las incertidumbres de las tramas y de sus desenlaces en ambientes viciados por el aliento del diablo. Pero no deja de ser curioso -y un gozo- cómo, además, la prosa de Stevenson -pese al clima cuasionírico de los dos relatos- responde a una enorme minuciosidad y precisión realistas.



En Olalla, cuando el argumento está al borde de la cruel sacudida final, la chica se resiste a la entrega al oficial y se debate apelando a su alma. Le responde el inglés: “El alma y el cuerpo son una y la misma cosa, tanto más si hay amor de por medio. Lo que el cuerpo elige, el alma lo idolatra; donde el cuerpo se aferra, el alma echa raíces. El cuerpo al cuerpo, el alma al alma, ambos se juntan ante una señal de Dios. Y la parte inferior, si es que podemos llamarla así, sólo es el fundamento, el apoyo de la más elevada”.



He aquí cómo de un plumazo, en un breve párrafo, Stevenson supera el recurrente antagonismo moral entre el cuerpo y el alma, entre lo tenido por inferior y lo tenido por superior, entre la materia animada y el espíritu animador, entre las propiedades para el Mal que se otorgan al cuerpo y las facultades para el Bien que se atribuyen al alma. Y es que “son la misma cosa”, dice Stevenson, “tanto más si hay amor de por medio”. Todavía se enseña -y llegamos a creer- lo contrario.