Oh, voy a tener la oportunidad de hacer justicia y hacer las paces con la traductora Pepa Linares, que me ha mandado un correo a este buzón, un comentario entre laudatorio y crítico, entre cariñoso y hostil, reprochándome que no la mencionara en un artículo sobre Muriel Spark, que escribí para el periódico y la “Galería de Imprescindibles” con ocasión de la publicación en España de su novela El asiento del conductor (Contraseña). Vaya, lo siento.



Publiqué aquí, a principios del pasado setiembre, una entrada (“La calidad de Muriel Spark”) sobre la inteligente y malévola escritora británica (1918-2006), esa vez, y ya rendido a sus encantos (los de Spark), por causa de la lectura de La intromisión (La Bestia Equilátera), y ahora no tengo más remedio que volver a las andadas, pues ávido (de Spark) y seducido para siempre por ella (por Spark), acabo de leer La abadesa de Crewe (Contraseña, otra vez), novela magníficamente traducida (otra vez) por Pepa Linares.



La irresistible autora de La plenitud de la señorita Brodie (Pre-Textos), que sigo sin leer, contó, en 1974, la ascensión a la cúpula de la abadía de Tours de una monja de rompe y rasga -la maquiavélica, culta, aristocrática y, si hace falta, procaz Alexandra-, quien, para sus manejos de poder, manipula a un puñado de adeptas y, sobre todo, instala en su convento un sofisticado sistema de espionaje , lo cual, amén de servir para parodiar con exquisita maldad algunos hábitos eclesiásticos, sirve de metáfora crítica sobre ciertas costumbres de la élite política de nuestro tiempo.



Como en todo lo que he leído de Muriel Spark, brilla aquí inusitadamente su prosa limpia, concreta y afilada, la mente especulativa y el humor de hiena sardónica, iconoclasta y escéptica de la autora. Uno, mientras disfruta de la trama, no cesa de subrayar frases de perspicaz y vitriólica intención. Incontables. Por ejemplo, la antigua abadesa, Hildegarde, había dicho -joya de sereno cinismo- sobre una monja tan torpe como revuelta: “Constituye una oportunidad segura de practicar nuestra benevolencia”. ¿No es un pensamiento extraordinario?



La nueva abadesa, Alexandra, tan anclada en las más añejas reglas benedictinas como introductora de chocantes innovaciones -según su temple y conveniencia-, ha llevado el convento a un punto que queda descrito así por Muriel Spark: “Tan alejado por su novedad de las ortodoxias pasadas y tan ajeno por su antigüedad a las ortodoxias presentes”.



Lea el lector dos veces, si le hace falta, esta magnífica definición. No solo descubrirá la esencia de ciertos cálculos acomodaticios y pragmáticos -vitales, políticos, religiosos- para simular una posición interesada y falsamente centrada y -con comillas- moderna, sino que, al final, y por la pirueta en el juego con los conceptos, se encontrará con el terrible diagnóstico de que, vieja o nueva, la ortodoxia, esa añosa categoría, se las arregla para mutar y sobrevivir.