Memorias de Adriano fue un gran éxito editorial en los ochenta aunque fue publicado por primera vez en español en Argentina, en 1955, con traducción de Julio Cortázar. La rica erudición de la autora, Marguerite Yourcenar —que documenta con detalle y rigor esta obra sobre el emperador romano, interpretando su pensamiento filosófico, político y estético y también su vida y amores— le permitió escribirla en primera persona aparentando ser la autobiografía de Adriano.
En nuestro país, la novela tuvo su primer montaje teatral gracias al director italiano Maurizio Scaparro, quien la escenificó en el Festival de Mérida y en el Grec de Barcelona en 1998, protagonizada por José Sancho.
En realidad, era una traducción de la producción italiana que el director, con versión de Jean Launay, estrenó diez años antes en las ruinas de Villa Adriana, la cual fue residencia de descanso de Adriano en Tívoli (a las afueras de Roma) y que pudo verse en Madrid en 1994.
Esta nueva versión de Lluís Homar se estrenó en el Festival de Mérida el pasado verano y ha recorrido varias plazas antes de aterrizar en el Teatro Marquina de Madrid. El actor tiene una edad perfecta para encarnar al emperador y un aspecto de patricio romano que encaja perfectamente. Y lo más importante, se le nota que está muy a gusto en la piel de Adriano, todo el peso del texto recae en él y lo dice con una elocución soberbia en el habla y en sus gestos.
Maneja una versión distinta a la de Scaparro, se la ha escrito Brenda Escobedo a medida y, sin tener yo fresca la novela, afirmaría que recoge frases literales de Yourcenar porque el verbo suena excelente, con buena sutura, culto y entretenido.
El montaje presenta a un Adriano ya anciano, como si preparara su testamento con mesura y detalle, como hacían los patricios romanos: le preocupa su sucesión, reflexiona sobre los logros y errores de su vida y, a la vez, se pregunta por cómo será el testimonio que la Historia dé de él. Hay nostalgia, pero más orgullo de la vida tan rica y buena que ha llevado e incluso alguna burla.
Beatriz Jaén, directora del montaje, cae en la pretensión de traernos a Adriano a estos tiempos audiovisuales y nos lo presenta en un set de televisión, como si estuviera grabando un documental de su vida. Es un error, no es necesario presentarnos a Adriano con traje de chaqueta y, por otro lado, nos llena el escenario de personajes colaterales —maquilladores, peluqueros, asistentes…—, objetos técnicos y pantallitas que ensucian la partitura escénica.
Afortunadamente, Homar salva ese barullo porque nos atrapa con su expresión, gesto y ritmo de oratoria y también porque la selección de episodios de la versión es variada y traza una síntesis de un personaje culto y de atractiva vida, más todavía si se es un apasionado de la civilización romana (que son legión).
Así, conocemos los orígenes hispánicos de Adriano, su formación intelectual en Atenas con los epicúreos y los estoicos, sus campañas militares, sus intrigas para suceder a Trajano, su política pacifista y defensiva ya como emperador (por cierto, muy al hilo de la actualidad lo que dice sobre los orígenes de Palestina)…
Ricard Boyle y Lluís Homar en un momento de 'Memorias de Adriano'. Foto: David Ruano
También conocemos su pasión por la poesía y los viajes, especialmente por la exótica Asia, donde sentía atracción por sus cultos religiosos, una dimensión que le da al montaje y al personaje un interesante nivel espiritual.
Momento importante llega cuando Adriano nos relata su apasionado amor por Antínoo, púber amante al que conoció ya en edad madura y al que castigó de forma cruel. Entonces, me pareció ver el Adriano más melancólico de Homar.
Antínoo está personificado en un bailarín, como también ocurrió en el montaje de Scaparro, que lo protagonizó Igor Yebra. En esta obra es Álvar Nahuel, que ofrece uno de los momentos más líricos del espectáculo con su baile inspirado y elegante, metáfora de entrega absoluta del amante, cuyo trágico final deja en Adriano un dolor indeleble. Y aquí sí que Jaén ha estado acertada con el empleo de la cámara que capta momentos del joven bailarín proyectándose en la pantalla del foro mientras danza.
Homar recibe un aplauso encendido al final. Me hizo recordar su Terra Baixa, aquel increíble monólogo en el que se enfrentó él solo a todos los personajes de la obra de Guimerá. Pensé que ojalá podamos verlo pronto en Rey Lear —está en el momento óptimo para ese papel—, y así lograría resarcirse de su frustrado intento de llevarlo a escena con Declan Donnellan cuando estuvo al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC).
