Esta temporada teatral pasará como la de la epidemia de los monólogos. Ha habido muchos y algunos excepcionales y no desmerecedores de los grandes escenarios donde fueron representados. El Teatro de La Abadía incurre en el género con el estreno, el pasado jueves, de Asesinato de un fotógrafo, que como desvela el título es una historia detectivesca. Pablo Rosal -dos años hace que nos asombró con la exquisitez de Los que hablan- firma y protagoniza este solo, atractivo no solo en lo que supone llevar un noir a escena, sino también por parodiar sus tópicos. Ocurre que cuando un género que circula por una vía sólida se sale de ellas, lo más probable es que descarrile.

Rosal, como el detective Julio Romero, nos va contando en primera persona el encargo que recibe de un fotógrafo que acaba de morir (no sabemos si asesinado). Nos traslada a la escena del crimen para que de su mano recompongamos con él, a partir de las pruebas que encuentra, el rompecabezas de su muerte. Hasta aquí todo en línea con obras del género de Hammett, Chandler, Simenon o del mismo Vázquez Montalbán, por aquello de que todo sucede en Barcelona.

La puesta en escena, planteada como una fotonovela o un álbum de fotografías (de Noemí Elías Bascuñaña) que son proyectadas mientras Rosal actúa, recrea los ambientes barceloneses donde sucede la historia: las calles, sucios portales, disco-pubs setenteros, el despacho de un director de periódico, un bar de noche, la casa de unos ricos galeristas, habitaciones de hotel...

Otra escena del montaje. Teatro de la Abadía

Seguimos con personajes y escenarios propios del género clásico. No es gratuito que la fotografía funcione como elemento escenográfico y narrativo, sino que está en consonancia con el hecho de que la víctima es un célebre fotógrafo de culto. Y también en sintonía con la estética y el ambiente del policíaco suena una música de jazz original de Clara Aguilar y Pau Matas.

En este escenario dirigido por Ferran Dordal i Lalueza, Romero se presenta como un detective elegante, apasionado por su oficio, que enfrenta la escena del crimen con el mismo apetito que un director de teatro se enfrenta a la puesta en escena. "Todo cadáver augura un relato", nos dice el detective al inicio, como un personaje que más parece un aventurero o un escritor. Rosal encarna al investigador y también al narrador, y en muchas ocasiones ambos se superponen, haciendo que la pesquisa funcione en todos los planos: en el de la ficción, o sea, en la resolución del caso, y en el de la propia estructura dramática que lo acoge.

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El actor hace también el resto de los personajes, pero concentra sus energías únicamente en la voz, que suena distinta con cada uno de ellos a la manera de un ventrílocuo. Su cuerpo permanece varado casi toda la obra frente al micrófono (¡Ay esos micrófonos de pie, qué perjudicales son en el teatro!), lo que resta teatralidad al montaje y lo mantiene en una quietud cansina.

El lenguaje suena bello, lírico, de frase exacta bien construida, y el Romero narrador se toma la licencia de meter escolios sobre el valor del arte, la muerte, la política… hasta llegar a una resolución del caso que me dejó un poco inválida, sin comprender por qué esa decisión de negar el misterio o el secreto, después de más de una hora diciendo lo contrario, con el único argumento de que hay actos fruto del puro azar que la razón no puede explicar.