En Los mojigatos Gabino Diego y Cecilia Solaguren nos proponen en el Teatro Bellas Artes una guerra de sexos. ¿Otra más?, se preguntará el lector. La literatura está trufada de ellos desde los tiempos del jardín del Edén y el de esta pareja es bastante común: después de varios lustros de convivencia se les apagó el deseo sexual. Ella se resiste, salvar su relación pasa por satisfacer su libido y ha hecho de follar un propósito, un encomiable deber, una sana obsesión… Su ocurrencia es convocarnos a los espectadores para que veamos cómo echa el polvo del siglo después de catorce meses de abstinencia con su media costilla.

La ocurrencia es, en realidad, idea del británico Anthony Neilson, el autor de la pieza, bastante prolífico pero del que no había visto nada en los escenarios madrileños. Su comedia tiene una apariencia sencilla, parece teatro comercial tradicional, en torno a dos personajes: la nueva mujer y el ideal de macho que la satisface del cuento feminista. Pero conforme avanza, -y no quiero desvelar su gracia- el texto se complica, establece un juego invocatorio con el público (una de las señas de identidad de Neilson) y nos conduce con ironía sobre las paradojas que enfrentan las parejas de hoy en el marco de la ideología y la moral citada

El personaje masculino de Gabino Diego parece actuar como alter ego de su autor. Resulta que hoy los hombres andan más despistados que el profesor Tornasol en materia de seducción sexual, también temerosos, no saben bien qué patrón seguir, ya que el único parece ser el del “sí es sí”. “Ya no sé lo que está permitido”, dice en un momento dado. Así justifica el personaje de Gabino Diego su resistencia a follar, también dice que sufre de impotencia por no sé qué situaciones dramáticas que vivió su pareja de niña, y ha optado por refugiarse en la pornografía y la masturbación. Es una tristeza, pero elimina problemas.

En cambio, la mujer, Cecilia Solaguren, está dispuesta a lo que sea, a los juegos y travestismos más delirantes a fin de acabar con la vida “mojigata” que llevan. Al principio, la beligerante defensa de su ardor resulta un poco soez, no hay juego de seducción, sino algo así como “vengo a que cumplas con tu parte que te impone la vida en pareja: fóllame”. Demasiado mecánico. Pero si no fuera por su empeño, no habría obra y ella está muy graciosa. Ella marca el ritmo de la función. Es además un hallazgo sus apartes con el público, como lo son también los de Gabino, confesiones directas en las que nos da cuentan de detalles sobre su ”vergonzoso” celibato.  

Magüi Mira dirige y firma la versión. Se apoya básicamente en la estupenda pareja de intérpretes que ha reunido: Gabino Diego, actor asombrado hasta de sí mismo de una simpatía natural, y Cecilia Solaguren, fantástica y versátil intérprete que aquí explota su vis cómica y se nos muestra como una lenguaraz muy divertida. Un espacio, que poco a poco va llenándose de unos pocos muebles, nos presenta a cada personaje aparcado en su alfombra, en su territorio, sin tocarse, con su respectivo gel hidroalcohólico a modo de metáfora de estos tiempos. Da pena, la verdad, aunque como toda comedia, nos aguarda un pequeño gesto amoroso para el final.

@lizperales1