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Golgona Anhgel[/caption]

Golgona Anghel nació en Rumanía y es portuguesa. En su poesía el humor es la fuerza deconstructora de un mundo repleto de referencias históricas, literarias, políticas y biográficas. Traduzco cinco poemas del que es hasta la fecha su último libro de poemas, Como uma flor de plástico na montra de um talho (Como una flor de plástico en el escaparate de una carnicería, 2013).

 

ANTES MONTABA GRANDES ESCÁNDALOS,

marchaba,

abría con una revolución la primera página del Expresso.

Estaba, seguramente, habituada a grandes poemas:

Os Lusíadas, la Divina Comedia.

 

Pero el destino decidió por nosotros.

Tiró a Barthes

bajo las ruedas de una furgoneta de lavandería;

contaminó a Foucault con el VIH;

encerró a Althusser en un manicomio.

Está claro que Dios no es estructuralista.

 

Podría escribirte un haiku

para simplificar la cosa.

Recuerdo a San Agustín, por ejemplo,

el verano de 384,

a una mujer en un cuarto

con un libro

leyendo

sin conseguir articular

palabra alguna.

 

 

NUEVE AÑOS DESPUÉS DE HABER MUERTO EN BARCELONA

en la lista de espera para un trasplante de hígado

el poeta sigue siendo redescubierto

como la pródiga llegada de otros tiempos.

 

Aun buscando su nombre

en listas e invitaciones

llenos de solidaridad de salón

vamos perfeccionando sin querer

sentencias y cortes de pelo.

 

Algo envejecidos

bajo nuestros trajes de revuelta

cambiamos entretanto la historia por el panfleto.

Pasamos todos de la erudición al aforismo.

Libres de pelucas, guillotinas y caballos

tenemos un abanico de ideas para publicidades y tatuadores.

 

Filósofos de dictadores

acumulamos críticas y estrellas:

sin ron, sin flores y sin velas.

No hay deshecho, nadie habla.

La noche se abre en nosotros

silenciosa, como una bala.

 

 

¿DE LO QUE TE DIGO, QUÉ ENTIENDES?

He hablado de doscientos libros, de música, de fútbol,

de Nuestra Señora, de esperas y fugas,

de guerras y tetas.

Te entregué mis manos, mi cabeza,

las llaves del coche y, lo que es peor,

la imaginación, como prueba de mi ausencia.

 

Cada diez segundos sale una hornada de sentidos nuevos.

Lo que, dicho sea de paso,

no tiene nada de extraordinario,

pues cada de uno de nosotros posee una fábrica casera de sentido

y una despensa donde guarda las certezas junto a las conservas.

¿Pero qué porcentaje de comprensión

hay en esta sala de manicomio?

¿23%? ¿24%?

Me quedé aquí encerrada durante 350 mil horas,

tomé 630 kg de comprimidos

y gasté 17 mil euros.

Y sin embargo, estoy mal. Estoy cada vez peor.

He engordado, he perdido pelo.

Cuando por fin salí

tuve que comprarme un vestido en la tienda más cercana

para sentirme mejor.

 

 

DESPIERTO CON FORMA DE CUBITO DE HIELO.

Mi cabeza es una cúpula de cristal

en la que Mourinho decidió introducir

en el último minuto de partido

una trompeta de plástico.

En el descanso, soy llevada en un trineo

por una horda de perros.

Atravesamos Siberia.

Pierdo una sandalia por el camino.

Me quedo sin batería en el móvil.

Y en el momento preciso en que consigo,

por fin, sujetar las riendas

y encontrar un horóscopo

en el bolsillo del pijama,

deciden tocar la campanita y me quedo

minutos de un tirón intentando entender

cómo funciona la mierda del intercomunicador.

Paso el punto álgido del día agarrada a los botones

sin saber, al final, qué querían:

leer el contador del gas o la pista de la semana.

 

 

NO ME GUSTA CONTAR LOS DESASTRES EN DETALLE

pero, si quieren, puedo escribir una lista con nombres y camas.

 

Soy muy capaz de mojar el piececito en la historia de la barbarie,

condecorar el miedo,

cortarme la mano con la que limpio las heridas

de una civilización en decadencia.

 

Puedo perfectamente

ir afilando el filo de la esperanza

con la flor blanca de un cáncer.

 

Soy, en definitiva, ese comediante callejero

que sirve a desconocidos,

en vasos pequeños,

la medida cierta de su agonía.

Descubre sueños

donde otros sólo encuentran conejos.

Hoy, por ejemplo, al quitarse los guantes

se dio cuenta de que le faltaban dedos.