Si bien es cierto que hasta hace bien poco la figura del traductor resultaba más o menos invisible, no lo es menos que cada vez cobra más importancia en los distintos ámbitos. No siempre entre los reseñistas, que a menudo obvian cualquier referencia a que estén hablando de un libro traducido o, lo que es peor, hacen referencia a características de su estilo (desde “lo bien escrito que está” a asuntos más particulares) sin reparar en que lo que están leyendo en castellano no lo ha escrito aquel cuyo nombre figura en la cubierta, sino el traductor. De hecho, algunos de los mejores libros de poemas publicados en los últimos años llevan como apellido, cuando los lectores hablan de ellos, el nombre de su traductor: “la Safo de Aurora Luque”, “el Keats de Lorenzo Oliván”... son sólo un par de ejemplos. En las librerías, los lectores se preocupan cada vez más por comparar traducciones y no es raro oír cosas como “Este libro, ¿no lo tenéis en otra traducción que no sea la de Reina Palizón?”. Algunos traductores han influido tanto en el rumbo de las últimas generaciones poéticas como lo han hecho los poetas: es el caso, por ejemplo, de Francisco J. Uriz, gracias a quien conocemos lo mejor de la poesía nórdica, Nordbrandt, Tranströmer y Martinson incluidos.



Abel Murcia (1961) es uno de esos traductores cuya sola mención es garantía de que lo que leeremos serán poemas y no borrosas paráfrasis. Junto a Gerardo Beltrán ha vertido del polaco a un buen número de autores, y, sobre todo, la poesía de Wislawa Szymborska. Pero además de traductor y animador cultural (ha dirigido los Cervantes de Varsovia y Cracovia) es poeta y Desguace personal, publicado en edición bilingüe español-polaco por las ediciones de Czuly Barbarzynca (así llamada en homenaje a la novela de Bohumil Hrabal El bárbaro melancólico, y que es además una de las librerías más peculiares de Varsovia y probablemente de Europa) es su última entrega poética.



Probablemente Murcia sea tan buen traductor porque le gusta la artesanía del verso. Eso le lleva a experimentar con todas las estrofas conocidas, partiendo del haiku y llegando al siempre malentendido verso libre. En cualquier caso, la poesía de Murcia opta siempre por una factura sencilla, por un verso en el que el poeta corre al encuentro del que fue en otros momentos de la vida. Entender la vida perdida con una mirada que se quiere nueva es su primer empeño. “Vacío” es uno de los poemas de este libro:



El viento no recorre las paredes

aquí dentro, ni forma remolinos

en todos los rincones,

ni juega con las hojas de los árboles,

ni borra de la arena la espuma de las olas.

Aquí dentro la mesa está en su sitio,

el sofá en su lugar,

las sillas ordenadas,

formando en un desfile sin público ni orquesta.

Aquí dentro

a veces estoy yo, pero no ahora.

Tampoco estoy ahí afuera.

Si alguien me encuentra, sea donde sea,

que busque, por favor,

una oficina

de sujetos perdidos.



No recurre Abel Murcia con frecuencia al ingenio pero, como hace con cualquier otro ingrediente en el que podamos pensar, no lo desdeña. No hay una forma de poema que Murcia prefiera sobre otras; sí prefiere el poema de tono discursivo, confiar la sorpresa del poema a la imagen (a menudo, a la imagen final) en poemas que son como un largo paseo en busca de una pequeña epifanía que nos revele algo de lo que va siendo la vida. Si bien en algún caso el paseo podría acortarse un poco (algún poema se demora más de la cuenta en esos devaneos previos) lo cierto es que la cantidad de veces en que Murcia acaba por acertar acaba por convertir Desguace personal en un libro repleto de iluminaciones.