Pocos poetas en activo habrá tan productivos como el portugués Nuno Júdice (n. 1949) que en 2000 dio a la imprenta su poesía completa en un tomo que sin duda fue todo un desafío para los encuadernadores y que desde entonces ha publicado nueve libros de poemas más. El último de ellos es Fórmulas de una luz inexplicable, editado por Dom Quixote este mismo año. No es el único poeta portugués así de prolífico, desde luego; João Miguel Fernandes Jorge, tal vez mi favorito de los poetas portugueses en activo, mantiene un ritmo similar de publicaciones. Sin embargo, en parte por la variedad formal, y tal vez, más aún que por eso, por su estilo o forma de componer los poemas (que siempre tienen algo narrativo pero no son enteramente narrativos, que pelean con la sintaxis, que gustan del collage) los libros de João Miguel Fernandes Jorge evitan sonar repetitivos. La forma de escribir poemas de Nuno Júdice apenas ha cambiado desde sus libros importantes de principios de los noventa. Júdice busca una poesía casi se diría que de clima, en la que juega a recrear una atmósfera de la que se concluye no una moraleja, sino algo parecido a la condensación de esa atmósfera en forma de estado de ánimo. Esa insistencia siempre produce dos sentimientos encontrados al leer un nuevo libro de Nuno Júdice. De un lado, una inevitable sensación de repetición, de estar ante poemas que uno ha leído muchas veces antes en otros libros del autor. Pero siempre hay algo en sus atmósferas que acaba por atraparnos, por retener, latiendo, algo del tiempo que pasa inexplicable. Traduzco, como ejemplo de este último libro, el poema titulado “Provincia”:

Provincia

En el centro de la plaza escuché la música blanca del quiosco vacío, y un coro de pájaros, afinados por el otoño, cantando la melancolía blanda de la provincia. Una infancia antigua corría por entre el empedrado, llevada por el viento; y las bolas de billar golpeaban en las mesas del café en que los viejos leían el periódico, en la página de anuncios, en busca de viajes que nunca harían. Todos los otoños están hechos de cosas banales, se pegan a un sentimiento que no tiene nombre, empujan el alma fuera del asfalto, ensuciándola con el barro de las cunetas, llenan de niebla el horizonte de los ojos, obligan al ser a descubrir una forma para el tedio, como si no hubiera nada más en su existencia, nos ponen en la frente un viejo mapa de nubes deslustradas. Sigo con el índice el rumbo de los ríos. En algún lugar hay una salida de esta plaza; y es como si el gesto que hago sobre el hilo azul, en el papel, me llevase en su corriente hasta ese mar que no tiene puertos ni barcos. Pero invento templos en las columnas del quiosco; abro hemisferios en las fachadas por pintar; oigo temporales en los tejados que van a caerse. Y al salir de la plaza, dejando atrás el otoño, llevo conmigo los periódicos que los viejos abandonaron después de recortar los anuncios.