Llegó a mis oídos como le habrá llegado y llegará a muchos otros: “¿Has visto la del pulpo?”. Se refería al documental sudafricano Lo que el pulpo me enseñó (Netflix). “Es de un tipo que filma su historia de amor con un pulpo”. En este caso la existencia de tal disparate me la hizo saber un reconocido cineasta español, que ha forjado su aún corta y magnífica carrera en los límites de lo narrativo y lo experimental. La promesa surrealista alrededor de un molusco bien merecía un vistazo. Aunque la película no fuera nada de lo que hubiera imaginado, sino algo mucho más profiláctico y en cierto modo “convencional” (sin ser en sus formas una película convencional, su arco dramático es puro clasicismo), su magnetismo era innegable. Y sí, la sinopsis es acertada, es la historia de amor de un hombre con un pulpo.

El octupus vulgaris tiene un año de vida. Ese fue prácticamente el tiempo que el camarógrafo Craig Roberts estuvo filmando, casi diariamente, la vida de un pulpo en su hábitat natural, un bosque de algas en aguas sudafricanas. El tipo lo cuenta a cámara desde un tono que te expulsa del territorio cómico, y ese es su primer logro, automático, como si nos adentráramos en un documental de Werner Herzog, al tiempo que comenta sobre la historia que nos van contando las imágenes capturadas bajo el agua, mostradas en forma de diario. Nos anticipa una relación imposible, al menos hasta lo que hoy sabíamos nosotros y la comunidad científica de los pulpos, y captura el interés dramático con su extraordinario ritmo. El testimonio y la belleza de las imágenes subacuáticas, sumergiéndonos en esa fascinante y desconocida cosmogonía que habita en los océanos de nuestro mundo, no son promesas en balde. A medida que el film avanza y asistimos a ciertas evidencias, no solo empezamos a creer que es posible “intimar” con un molusco, sino que, al final, hasta nos puede parecer de lo más natural que el ser humano y los pulpos desarrollen una complicidad. Como si en lugar de un pulpo fuera un perro o un gato.

Pero el pulpo no es un animal doméstico. Para que revele toda su inteligencia y capacidad comunicativa, hay que estudiarle en su hábitat, seguir sus pasos. En ese aspecto, el film emerge como un logro de carácter científico, pues es la primera vez que un equipo profesional audiovisual, con toda su parafernalia tecnológica (varias cámaras, privilegiando el punto de vista subjetivo), filma su rutina en su propio espacio. La estrategia consistió en convertirse en parte del decorado acuático, en convivir con el pulpo día a día, también algunas noches (que es cuando sale a cazar); el buzo se hace invisible integrándose en el entorno, y cuando al extraño bicho de cabeza y extremidades alienígenas ya le resulta una presencia familiar, confía en él y deja de esconderse, entonces empieza a revelar quién es y cómo se comporta cuando nadie le está observando. El momento en que el molusco se muestra sin miedo a Craig, levantando su cabeza-ojo y acercándose a él, lo podría haber filmado el Steven Spielberg de ET, el extraterrestre.

Frente a Lo que el pulpo me enseñó –es curioso que en ningún momento el cineasta decida darle un nombre– surge inevitablemente la cuestión de la fiabilidad de las imágenes, síndrome de nuestro tiempo. En verdad no podemos saber a ciencia cierta si todas las filmaciones pertenecen al mismo pulpo, ni si el orden en que están dispuestas para el relato de la epopeya marítima –que nos recuerda al Hemingway de El viejo y el mar en su modo de establecer esa conexión silenciosa y mística entre el hombre y un animal salvaje– responde a la estricta cronología de los hechos, tampoco podemos saber cuánto de ficción hay en las técnicas manipulativas del montaje. Desconocemos asimismo la fiabilidad científica y biológica de los documentos visuales como evidencias de un estudio sobre la especie, que se revela mucho más inteligente de lo que a priori podríamos imaginar. El film, en verdad, funciona como una historia de amor, o de amistad. Y esa es su gran conquista.

@CarlosReviriego