Si algo aprendí cuando trataba de aprender algo de Historia durante varios años en la facultad es que siempre hay una parte significativa del relato que se ignora, que se difumina en la bruma que surge de los libros apelmazados en las bibliotecas. Esto suele verse como prueba de que la Historia es una elaboración de los vencedores para hacer olvidar a los vencidos y sus valores, y por qué y cómo fueron éstos derrotados. (De eso, para nuestra vergüenza, saben un poco las cunetas y las plazas mayores de estas tierras de la piel de toro.) Pero también, o a la vez, puede verse como la constatación de que de alguna manera es la persistencia de los mitos, de la síntesis simbólica aceptada socialmente de cierta realidad, lo que sostiene ese relato que consideramos la verdad sobre el pasado. La Historia sería, así, un acuerdo de desmemoria a la vez que una creación artística, una mitología. ¿No recuerda un poco a una sesión de mezcla musical, donde los fragmentos reales de lo ocurrido se someten a una selección y se funden con otros en una nueva vida sonora, distinta de su origen?
La historia oficial de la música popular, la que creemos conocer los interesados, no se escapa de esta pretensión de consenso irreal. Lo que han escrito los vencedores dice que todo lo que entendemos como música popular hoy procede de una u otra forma del rock y que ese rock procede del contacto lúbrico entre las músicas hillbilly, esas canciones montaraces, mineras y rurales de los emigrantes británicos en Norteamérica, y las tradiciones africanas que, a Dios (y el demonio) rogando y con el mazo dando, acabarían depurándose en el blues y el jazz.
Los vencedores son, claro está, los amos del negocio, que sacaron y sacan beneficios de las músicas de los pobres, los campesinos, los vaqueros, los esclavos y sus hijos desarraigados, los vagabundos, los piadosos reverendos muertos de hambre y los blancos y negros que vivían al margen de la ley del hombre y de las tablas de Moisés. No es un paradoja. Es la vieja historia de la dominación mediantes el poder del dinero.
Posiblemente sea por su origen inmigrante, o debido a la falta de una antigüedad histórica pero hay algo en la cultura estadounidense de respeto por el pasado del folklore musical que no existe en otros lugares. Estados Unidos ha sido un territorio fértil en revisitadores de ese pasado: Alan Lomax y, antes, su padre John, con sus numerosas grabaciones de campo de las tradiciones de su país, o el gran e inabarcable Harry Smith con su Anthology of American Folk Music, o todos los que ayudaron a consolidar el revival folk de los años 50 del que se alimentó esa otra vía para el tren del rock que preside de modo vitalicio Robert Allen Zimmerman y tan lejos ha llegado. Es cierto que Alan Lomax investigó los registros sonoros por medio mundo y atendió a otras historias además de la oficial, y que Harry Smith también prestó oídos a otras tierras, pero el caso es que los relatos de estos buscadores del origen han acabado por ser aprovechados por otros como el asfalto y la apisonadora por la que corre esa versión validada de la música del pasado.
El mito no cuenta toda la verdad pero se ha impuesto y sigue encontrando quien lo cante. Hace unas pocas semanas nos referíamos con tristeza a la elección de Jack White de sacar a la luz el antiguo catálogo de Paramount Records con la forma de una gabinete de curiosidades, editando un exquisito sarcófago de canciones momificadas y pensadas para ser sólo accesibles por unos pocos connoisseurs exquisitos y capaces de pagar un buen puñado de dólares (400, sin ir más lejos) para acceder a ellas.
Pero por suerte no todo está perdido en esta batalla sobre la verdad del pasado musical popular reciente. El pensamiento en red trae algunas voces que están dispuestas a contar otras versiones. Una de las más relevantes es la nuestro protagonista de hoy, Ian Nagoski, cuyo caso es exactamente el contrario de White.
La vida de Nagoski es de película, aunque no nos detendremos ahí hoy pero puede leerse un buen resumen en este excelente artículo. Resumiendo se trata de un músico de electrónica experimental (en una onda drone extático) sin apenas público que le prestara atención que en cierto momento intentó aprender de un maestro de la experimentación musical como La Monte Young y llegó a ser su ayudante durante la instalación Dream House en Nueva York, pero el maestro lo tuvo haciendo cafés y llevando la ropa a la lavandería y esas cosas y no aprendió nada.
También se dedicaba a escribir sobre música en publicaciones como Halana, The Wire, City Paper o Arthur. El caso es que Ian Nagoski estaba imantado al universo sonoro pero muy perdido en la vida y la única constante que le aportaba satisfacción en su vida eran los discos de 78rpm que se había acostumbrado a recoger sin orden ni pretensión compiladora alguna desde los tiempos de instituto. Acabó por abrir junto a unos socios una tienda dedicada a esta clase de comercio, True Vine, y empezó a dedicarse a ello un poco más en serio, prestando atención a esos discos viejos encontrados en la basura que le vendían los vagabundos o los que la gente corriente se quitaba de en medio al limpiar la casa de un finado. De entre toda la marabunta de fantasmas, fue tomando una serie de decisiones intuitivas de selección hasta que se especializó en discos que no fueran en inglés. Pero algo importante ocurrió en su caso: su búsqueda y encuentro de esos viejos tesoros no lo convirtieron en coleccionista de lo exótico, sino en un divulgador. Aún más, en alguien que pone su empeño, no solo en sumar materiales a la versión de la historia de la música popular norteamericana sino a enmendar ésta, a desvelar la parte de los olvidados.
Así, tras dejar la tienda, Nagoski comenzó a trabajar en ediciones cuidadas donde trataba de recopilar toda esa riqueza musical. En 2007 publicó en el sello Dust to Digital el disco Black Mirror: Reflections in Global Music 1918-ca. 1955., una colección de grabaciones ignotas grabadas en más de veinte países durante esas casi cuatro décadas. Black Mirror tuvo una gran acogida por parte de crítica y público lo que espoleó a nuestro hombre para fundar su propio sello especializado, Canary Records , donde viene publicando (a menudo en colaboración con otros como Mississippi Records o Square Tompkins) volúmenes esenciales como el dedicado a la cantante griega de los años 20 Marika Papagika, al indio Abdul Karim Khan o el fenomenal triple CD dedicado a la música (intérpretes, autores y público) de Oriente Medio del entorno de Nueva York a principios del siglo pasado, To What Strange Place: The Music of the Ottoman-American Diaspora, 1916-29. Además, comenzó a dar charlas y conferencias con un estilo cercano de erudito DIY que según cuentan traslada el ambiente informal del bar o la tienda de discos al rigor de lo académico. Y comenzó a dirigir el programa de radio online Fonotopia, donde divulga esta clase de músicas.
Lo que trata de probar Nagoski con su persecución es la existencia de un pliegue oculto en la historia oficial y etnocéntrica (gringocéntrica y rockcéntrica) y la reparación de una serie de olvidos, de enterramientos culturales. Él lo resume muy bien:
Hechos de piedra molida mezclada con carbón negro y con la laca producida por un escarabajo del sur de Asia, los discos de 78 RPM fueron el medio de grabación de sonido dominante durante medio siglo. Hoy en día a menudo pensamos en ellos como contenedores de melodías obsoletas de pop de poca monta o pantanosa música de raíces –lo cual no es del todo erróneo pero tampoco cuenta toda la historia. En las primeras décadas del siglo XX, las principales compañías discográficas dispersaron a sus ingenieros de sonido y A&R por el mundo a fin de que registraran los sonidos de una asombrosa variedad de tradiciones que poder vender a sus respectivas comunidades. En las principales ciudades de casi todos los continentes, los sellos pequeños salieron como setas y en EEUU se almacenaron en disco literalmente toneladas de música traída por las crecientes poblaciones de inmigrantes. Muchos discos más fueron importados para alimentar la nostalgia de los que llegaron. Lo que no acabó en los vertederos hace décadas continúa llenando los sótanos y áticos. ¿Hay entre todo este surtido desvencijado, polvoriento y mohoso algunos temas impresionantes que te vuelan la cabeza? Oh, sí -un montón.
Poco de esta parte del relato ha quedado iluminado. La música africana y asiática, griega, turca, persa, etc. tuvo un enorme peso específico en su día, hasta el punto de que debió de ser un gran negocio en el contexto del melting pot estadounidense. Pero el revival folk anglo previo al rock y el estallido de éste como fenómeno juvenil arrasó con todo ello.
Decir que el caso de Ian Nagoski es el reverso de White es hablar del recuperador de la memoria frente al acaparador de su versión oficial. Nagoski ha entendido que para reanimar la música que a nadie ha importado durante décadas y décadas es necesario hacer que ahora interese al máximo de personas que sea posible, y que para ello debe evitarse al máximo repetir el comportamiento privativo del coleccionista o el expoliador. Lo primero que caracteriza su tarea en Canary Records es que todos los tesoros (las perlas, como él las llama) que va sacando del lodo de su sedimentación de años de olvido, puede escucharse gratis en streaming y descargarse por poco dinero además de poder comprarse en formato físico mejor elaborado y más caro, si alguien lo desea. Frente a los clubes privados de otros, el estilo Nagoski consiste en publicar de verdad, o sea en compartir y hacer accesible al máximo de personas. Aquí lo tienen, pasen y oigan:
Hay otra lectura en este caso: frente al discurso de las raíces culturales y su autenticidad, de los guetos tutelados por el mainstream cultural, esta visión otra de la música popular ofrece también otra versión de lo genuino. La música que comparten sellos como Canary es aquella que existió en muchos casos sin pretender ser otra cosa que el canto de lamento o de alegría para una comunidad. Algo doméstico, del día a día, de andar por casa. Es un testimonio de una forma de vivir y entender la pasión por la música más allá de al actitud, más allá de la pose, más allá de todas las prostitutas de Babilonia en que se apoya la música popular tomada por la industria y el negocio del espectáculo. Hablamos también de una música que puede considerarse previa a cualquier consideración de gueto. Una música de la mezcla caótica anterior a cualquier institucionalización y calcificación, incluso de la pobreza o el apartamiento social de las minorías.
En la reivindicación y pesquisa de Nagoski, hay algo de la misma búsqueda de evasión a lugares remotos que subyacía en cómo era experimentada por sus intérpretes y público originarios. Hay una fe en la cualidad de la música de ser una sustancia delicada que nos transporta a otro lugar, nos saca de nosotros mismos y hace el mundo menos intolerable.
Por suerte, Ian Nagoski no está solo. En su camino, como explicaba en un artículo para la revista Arthur se ha ido encontrando con cómplices como Lance Ledbetter del mencionado Dust to Digital, Jonathan Ward del excelente blog Excavated Shellac, la gente del sello Sublime Frequencies, especialista en música de culturas de sureste y centro de Asia, el Magreb y Latinoamérica, editor de maravillas como Opika Pende: Africa at 78rpm o Princess Nicotine: Folk and Pop Sounds of Myanmar (Burma), y que llega a publicar la música de los “enemigos” de EE.UU. (Siria, Corea del Norte o Irak) en una toma de posición de respuesta humanista a la barbarie con la música como lenguaje y armonía universal. Está Jack Carneal, y su sello Yaala Yaala, subsidiario de Drag City. Está David Murray, que lleva un lista de correo dedicada al rebétiko, el folk griego de los expatriados en los bajos fondos y los fumaderos de hachís de los años 30 y se encarga del blog Haji Maji, sobre discos de 78rpm de ópera china. O los británicos Brent Field, editor de So That Beauty Shall Not Perish con música de Kenya, Vietnam, Bután, India y Armenia, o el sello Honest Jon dedicado a desempolvar los archivos de EMI de antigua música étnica de los años 20-30.
Hay más. A poco que se busca la red trae un recital de restos del naufragio musical del siglo pasado. Sea como sea, la opción que representa Ian Nagoski es algo más que una excepción: es una revisión tan urgente y necesaria como placentera de disfrutar del significado del concepto de la música popular. Larga vida.