La división de videojuegos del gigante tecnológico Microsoft acaba de recibir dos golpes directos a la mandíbula que la han dejado noqueada. El primero fue la decisión de la Competition and Markets Authority británica de la semana pasada de bloquear su intento de compra de Activision. El segundo, la bochornosa recepción de Redfall, una de las grandes esperanzas para este 2023 que ya había sufrido un retraso de un año entero y que a la postre ha resultado una decepción monumental.

Si tomáramos estos hechos y los analizáramos en el vacío, podríamos llegar a considerarlos un bache desafortunado, pero difícilmente una cuestión existencial. Sin embargo, los acontecimientos se suceden en una cronología donde, en los últimos años, las cosas no le han ido especialmente bien a Microsoft a pesar de las ingentes cantidades de dinero que ha puesto sobre la mesa.

La tendencia es evidente y revertirla se asemeja cada vez más a una lucha descarnada contra la propia entropía del universo. La compañía ha entrado en un círculo vicioso en el que no hace más que acumular titulares negativos, pérdidas reputacionales y promesas incumplidas, erosionando la buena voluntad de sus consumidores y previniendo a cualquier futurible participante de la plataforma de entrar en su ecosistema. ¿Hay algo que hacer o no queda más que tirar la toalla?

Empecemos por el principio. El pasado 26 de abril, el órgano regulador de Reino Unido que estaba evaluando la gigantesca propuesta de adquisición que Microsoft había hecho sobre Activision Blizzard (con un coste de 68.700 millones de dólares), anunció formalmente que iba a bloquear la operación en su territorio. Fue un giro de guion totalmente inesperado, ya que apenas un par de días antes, Jonathan Moules, periodista del prestigioso Financial Times, había anticipado que la decisión se conocería esa misma semana y que la CMA daría vía libre a Microsoft, reconociendo que el gigante no tenía incentivos para convertir Call of Duty en una franquicia exclusiva. Acertó en la primera, pero erró de manera catastrófica en la segunda. Resulta que el punto contencioso para la CMA no fue la megafranquicia militar, sino la posición privilegiada de Microsoft en la nube gracias a la potente infraestructura que ha construido con Azure y que, después de la salida de Google con el rabo entre las piernas, lo convierte en el jugador dominante en el espacio.

Las reacciones no se hicieron esperar. Brad Smith, vicepresidente de Microsoft y la cara visible del acuerdo en los últimos meses, salió con un comunicado donde acusaba al órgano regulador de no comprender las realidades de la industria o el lugar que la nube ocupa en ella.

Desde Activision, las reacciones fueron mucho más airadas. Lulu Cheng Meservey directamente amenazó con revisar las inversiones de la compañía en el país y dictaminó que, a pesar de toda la retórica, “el Reino Unido está cerrado para los negocios”. La vicepresidenta de asuntos corporativos se ha estado comportando como un auténtico rottweiler durante todo este proceso, adoptando un cariz combativo en Twitter, yendo directamente a por periodistas que cubren la realidad financiera de la industria y galvanizando a las masas de fanboys tóxicos para ejercer presión. Por mucho que se precie de que la cuenta es personal y solo refleja sus opiniones personales, es más que evidente que todo forma parte de una estrategia consensuada entre Microsoft y Activision para repartirse los papeles.

La verdad es que la CMA se ha estudiado el tema. Así lo corroboran las 412 páginas del informe que ha presentado en público argumentado su decisión. Los ataques al órgano se han centrado en la insignificancia que tiene el juego en la nube respecto al negocio de consolas, ordenadores y móviles. Y eso es cierto. Hoy en día, los consumidores no hacen uso de servicios como Xbox Cloud Gaming de manera masiva a pesar de que funciona razonablemente bien. La tecnología lleva más de diez años intentando conquistar el mercado, primero con OnLive y luego con Stadia, pero los contratiempos que han sufrido estas plataformas han ensombrecido el canal para muchos jugadores, que se muestran renuentes a cambiar sus hábitos. Lo que la CMA entiende, sin embargo, es que los cambios acabarán por producirse y entonces, el dominio de Microsoft impedirá una competitividad sana en el espacio.

La pregunta del millón, sin embargo, es, ¿por qué el ente no ha aceptado remedios de Microsoft para equilibrar la situación y apaciguar sus reservas y se ha decantado por bloquear el acuerdo directamente? Según la CMA, porque eso implicaría una supervisión constante que el ente no está dispuesto a asumir y porque no confía en las buenas intenciones de Microsoft de vigilarse a sí mismo. Y eso es un argumento incontestable.

Las dos compañías han iniciado los trámites para apelar la decisión, pero el historial de la CMA no augura nada bueno para la operación. Puede que el Reino Unido sea un mercado secundario en el escenario mundial, pero su importancia no puede ser minusvalorada. La realidad es que el proceso ha quedado muy herido y destruye cualquier esperanza que las compañías albergaban de completar la adquisición en tiempo y forma. Con la FTC americana determinada a ir a los tribunales para bloquear el acuerdo, el principal interrogante ahora reside en la decisión de la Unión Europea, que deberíamos conocer en las próximas semanas.

En cualquier caso, el límite de julio no se va a poder cumplir, por lo que los accionistas de Activision Blizzard deberán decidir si negocian algún tipo de extensión del plazo (lo que significaría que todavía creen que las cosas puedan llegar a buen término) o tiran la toalla y se llevan los 3.000 millones dólares que Microsoft debería pagarles en compensación por el fracaso.

Sin haber podido todavía encajar el golpe, este martes salió a la venta Redfall, una de las grandes esperanzas de Xbox para este año después de un 2022 casi vacío. El juego venía de la mano de Arkane Austin, un estudio consagrado que se había hecho un nombre gracias a juegos como Dishonored (2012) o Prey (2017), que actualizaban el género del simulador inmersivo con un virtuosismo excelso a la hora de diseñar niveles repletos de posibilidades.

Después de haber sido retrasado de la primavera de 2022 hasta mayo de 2023, Redfall iba a ser el primer título de Arkane exclusivo de Xbox Series tras la compra en 2021 de Bethesda, la editora por la que Microsoft pagó 7.500 millones dólares. Ambientado en una pequeña ciudad de Massachusetts conquistada por vampiros que habían ocultado el sol y expulsado al mar, el juego prometía una experiencia cooperativa que sacaría el máximo partido de los atributos de Arkane, un juego de acción con hasta cuatro jugadores (aunque admitía también jugar solo) donde alternar armas y habilidades para hacer frente a la amenaza de los chupasangres con personajes carismáticos y una narrativa estimulante.

Decir que el resultado ha sido decepcionante sería quedarse corto. A pesar de los más de cinco años que el estudio ha invertido en la producción, algo ha ido catastróficamente mal. Apenas lo he podido jugar unas cuantas horas, pero es evidente que no cumple con los estándares de Arkane, de Bethesda o de lo que se espera de un título first party de una de las tres plataformas principales.

La función de los exclusivos de gran presupuesto es la de atraer a jugadores al ecosistema. Son los principales valedores de la plataforma, los títulos que la diferencian de las máquinas de la competencia. Nintendo siempre lo ha tenido claro y Sony lleva veinte años muy concienciado, construyendo de manera orgánica una red de estudios internos que nos han deparado algunos de los juegos más celebrados de la historia. Microsoft se durmió en los laureles después de la bonanza de la generación de Xbox 360 (de 2005 a 2013) y lleva años intentando enmendar el error con numerosas adquisiciones.

El fracaso de Redfall trasciende el propio juego porque no hace más que abonar la idea de que Microsoft no sabe gestionar sus propios estudios. Llueve sobre mojado. La joya de la corona de la marca, Halo, está ahora mismo en un limbo después de invertir cantidades ingentes de dinero en balde durante los últimos diez años y de tener que despedir a la plana mayor del estudio que estaba al cargo de ella.

Muchos de sus principales estandartes para esta generación (Fable, Everwild, Perfect Dark, Avowed, etc.) se presentaron por todo lo alto con tráileres CGI y luego no se ha vuelto a saber nada de ellos. Y en algunos casos, como el de Everwild, llevamos ya cuatro años sin noticias oficiales. Los reportes y rumores que nos llegan apuntan a que prácticamente todos han pasado o están pasando por serias dificultades, con constantes cambios de dirección y estudios sin liderazgo que funcionan como pollos sin cabeza.

Personalmente, creo que la culpa de lo que ha pasado con Redfall se restringe al ámbito de Bethesda y que Xbox poco ha tenido que ver. Es un juego que fue concebido antes de la adquisición en 2021 y que Arkane estaba desarrollando después de que Dishonored 2 (2016) y Prey (2017), por mucho que entusiasmaran a la crítica, fracasaran a la hora de congregar a una audiencia suficiente para justificar las enormes inversiones que conllevaron.

Deathloop (2021) y Redfall (2023) responden a la necesidad imperiosa de pivotar hacia géneros y formatos más rentables. De ahí la inclusión de armas de fuego, componentes multijugador y esquemas de juegos como servicio. Juegos que, en su intento de llegar a un público masivo, perdían buena parte de la esencia que había hecho a sus antecesores rozar la excelencia. Pero todo esto da igual. El responsable último es Xbox, es Microsoft. Y es a ella a quien los jugadores exigen responsabilidades.

El único consuelo es que, aunque Xbox haya entrado en barrena, está claro que todavía no ha tocado fondo. Las cosas pueden ir a peor, mucho peor. Los abogados de la compañía todavía creen que hay posibilidades de mantener los planes de adquisición. Si en las próximas semanas la Unión Europea sigue los pasos de la CMA británica, entonces todo habrá acabado. Pero si no, todavía se mantendrá encendida una diminuta esperanza que pasaría por derrotar a la FTC en los tribunales y resolver la apelación en Reino Unido o hallar una solución creativa al problema.

Luego está el tema de los juegos. Todas las miradas se centran ahora en Starfield, el esperado regreso de Todd Howard con su ambiciosa epopeya espacial. Las expectativas están por las nubes y todo lo que no sea marcar un antes y un después como en su día hizo Skyrim (2011) va a ser una decepción. El juego estaba previsto para noviembre de 2022 y se ha retrasado diez meses para pulir su apartado técnico. Otro gran retraso sería letal, pero que saliera en condiciones paupérrimas podría suponer la toma de decisiones drásticas.

Si la experiencia de Xbox en los últimos años nos puede enseñar algo es que crear videojuegos es una actividad extremadamente compleja, en constante cambio y repleta de riesgos. Sin una estructura clara y a los mejores profesionales (creativos y ejecutivos por igual) en cada puesto, da igual el dinero que arrojes al problema, no se va a solucionar.

También que los estudios son nombres huecos y que sin el talento que albergan no valen para nada. La transición hacia el modelo de Game Pass es un pacto faustiano en el que Microsoft sacrifica el dinero recaudado por ventas en favor de suscripciones. Esto tiene muchas ramificaciones y una de ellas es cómo altera los hábitos de los consumidores (más reticentes a pagar por juegos que luego puedan aparecer en el servicio), pero otra que no se puede desdeñar es cómo cambia los modelos de retribución. Los bonus a los desarrolladores por superar una serie de métricas. Los estudios que se enfangan en proyectos eternos muchas veces lo hacen por su incapacidad manifiesta para retener el talento. Y lugares que no funcionan extienden su reputación como si se tratara de brea.

Xbox no se puede permitir más tropiezos, pero dudo mucho de que pueda hacer siquiera algo para evitarlo. A estas alturas, su sino parece marcado por una maldición bíblica. Un crecimiento inorgánico tan acelerado impide apuntalar los procesos de calidad que se exigen en las ligas superiores. Si la compra de Activision Blizzard estalla, Xbox quedará hundido anímicamente, además de perder una cantidad enorme de dinero. Si Starfield acaba decepcionando, su reputación quedará manchada durante años.

Y con ese panorama, ¿alguien podría juzgar a Satya Nadella (CEO de Microsoft) por cortar la cabeza de Phil Spencer (CEO de XBOX) y tirar la toalla? La consolidación corporativa es profundamente negativa porque, cuando suceden problemas en una compañía que se cronifican, la infección llega demasiado lejos.

Muchos jugadores han perdido la confianza en Xbox. Las comparativas con Nintendo y PlayStation son demasiado crueles. Pero la industria necesita a Xbox. Necesita competitividad para estimular las ideas, para mejorar de manera constante y prevenir a las compañías que incurran en prácticas anticonsumidor. Competitividad leal, jugando todos con las mismas reglas. Por eso Xbox necesita victorias. Si bien no en la de Activision Blizzard, sí la de Starfield. Y la de Avowed, Fable y Perfect Dark. Xbox necesita juegos exclusivos que marquen tendencia y sean celebrados por todos. Para ello tiene que depurar responsabilidades en sus propias filas y elevar los estándares de exigencia. Solo así y con mucha tenacidad tiene esperanzas de romper el círculo vicioso en el que se ha enredado. Pero ahora mismo, todo esto se antoja una labor titánica, como la de resistir la gravedad de un agujero negro. El tiempo dirá.