Varios de mis amigos cinéfilos me comentan que no ven series, que no soportan pasarse semanas o meses siguiendo una trama y que el cine agoniza por culpa de un formato inspirado por las exigencias de la televisión, donde siempre prevalece el entretenimiento sobre la ambición artística. ¿Tienen razón? Pienso que no. De hecho, creo que en las últimas tres o cuatro décadas las series han aportado una calidad cada vez más infrecuente en la pantalla grande.

A principios de los ochenta, se estrenó Retorno a Brideshead, una miniserie de once capítulos basada en la novela homónima de Evelyn Waugh. Ambientada en Oxford, Venecia, Londres y Yorkshire, recrea la amistad entre el pintor Charles Ryder, interpretado por Jeremy Irons, y Sebastian Flyte (Anthony Andrews), hijo de Lord Marchmain (Laurence Olivier). Galardonada con numerosos premios, Retorno a Brideshead es cine de altísima calidad, una oda a la nostalgia y la belleza.

Merece la pena destacar el capítulo rodado en Venecia. En sus imágenes, conviven la fatalidad y la esperanza, la pasión y el desencuentro, el amor y la soledad. Charles y Sebastian pasean por la playa y contemplan el mar abrazados, disfrutando de la lluvia y la arena. Desearíamos que ese momento se perpetuara, que los dos amigos no sufrieran los estragos del tiempo, pero sabemos que el tiempo no respeta nada. Toda esa belleza se borrará y la dicha compartida se desvanecerá. Sebastian es profundamente autodestructivo y Charles nunca logrará desprenderse de su melancolía.

Hay un aliento proustiano en el paseo por la playa del Lido, un anhelo de trascender las limitaciones temporales que renueva su tensión durante la agonía de Lord Marchmain, un aristócrata de espíritu byroniano que oscila entre el hedonismo pagano y la conciencia de pecado, el lujo material y la desnudez espiritual. El catolicismo de Waugh incorpora un telón de fondo que incrementa eficazmente el dramatismo de la trama.

Todos los personajes sienten la necesidad de hacer examen de conciencia y averiguar si sus vidas han constituido un despilfarro o han aportado algo al mundo. Al final, Sebastian se arroja por la pendiente de la autodestrucción para expiar su sentimiento de culpa y Charles, más escéptico, concluye que su obra pictórica es lo único valioso en una existencia caracterizada por el hastío y el fracaso sentimental. El tiempo reduce todo a cenizas, pero el recuerdo del Edén continuará flotando en sus cuadros como una luz cálida y dorada en una mañana de invierno.

En los noventa, se emitió Doctor en Alaska (Northern Exposure), otra serie extraordinaria. El neoyorquino Joel Fleischman (Rob Morrow) sufre un shock al descubrir que pasará cuatro años en Cicely, un remoto pueblo de Alaska, pues sus habitantes han pagado sus estudios de medicina y la beca incluía ese peaje.

Entrañable, inteligente y poética, Doctor en Alaska explora el contraste entre las grandes urbes y las pequeñas comunidades. Frente al anonimato y aislamiento de los neoyorquinos, los hombres y mujeres que viven en Cicely comparten sueños, miedos y esperanzas. No son partículas de una nebulosa, sino corazones concertados por una hermosa y sencilla utopía: la posibilidad de hallar la felicidad en un lugar pequeño y humilde, donde el otro no es un ser lejano y extraño, sino algo próximo y querido.

Una imagen de la serie 'Doctor en Alaska'

Las alocuciones filosóficas de Chris Stevens en la radio local K-OSO, las ensoñaciones cinematográficas de Ed Chigliak y los elocuentes silencios de Marilyn Whirlwind no son realidades paralelas, sino notas de una sinfonía que aplaca el ruido y la furia de un mundo sumido en una vertiginosa carrera hacia ninguna parte.

Ed Chigliak capta el espíritu utópico de Cicely en una pequeña e inspirada película. Su cámara encadena planos en blanco y negro, combinando las Variaciones Goldberg con los gestos de sus vecinos. Asociamos los milagros a lo extraordinario e insólito, pero el corto de Chigliak nos revela que los auténticos prodigios son discretos y cotidianos.

Ya en la primera década del siglo XXI, se estrenó The Wire, una serie de David Simon y Ed Burns. Su trama se parece a la de un policíaco más: un pequeño grupo de policías lucha contra la corrupción y el tráfico de drogas en Baltimore. Pero más allá de su argumento, The Wire es un preciso retrato de la sociedad estadounidense, con sus miserias, injusticias y paradojas. En el país de los espíritus libres y valientes, las grandes bolsas de marginación no son algo anecdótico, sino una abrumadora lacra que ha sumido a grandes ciudades en la inseguridad, la violencia y el miedo.

La falta de horizontes empuja a los jóvenes de los barrios más deprimidos a trabajar para las bandas de narcotraficantes. Algunos se convierten en asesinos despiadados, pero otros respetan un código, como Omar Devone Little, una especie de forajido del Far West interpretado por Michael K. Williams. Con una larga gabardina y una escopeta de cañones recortados, Omar nunca hiere o maltrata a civiles inocentes. Su objetivo son los narcotraficantes, a los que roba sus alijos con gran audacia.

Durante un juicio, Omar evidencia la hipocresía de la sociedad. Admite que utiliza una escopeta para desvalijar a sus rivales, pero señala que solo es una herramienta de trabajo similar al maletín de los abogados contratados por las grandes compañías para gestionar sus negocios, casi siempre al límite de la ley.

El final de The Wire se parece al de una canción que termina con los mismos acordes de su inicio: nada cambia, a pesar del transcurso del tiempo. Algunos personajes mueren, pero otros similares ocupan su lugar. Baltimore es un círculo infernal, sin posibilidad de escapar a su marea recurrente.

Ahora estamos en 2025 y no cesan de estrenarse nuevas series, obras que perdurarán, como The Pitt, un drama médico creado por R. Scott Gemmill y protagonizado por Noah Wyle, uno de los doctores de Urgencias, la mítica serie de Michael Crichton. Wyle interpreta a Michael "Robby" Rabinavitch, el jefe del servicio de urgencias de un hospital público de Pittsburgh. Traumatizado por sus experiencias durante la pandemia de Covid-19, Robby lucha contra la saturación, la falta de medios, los obstáculos administrativos y la desesperación de muchos pacientes.

Honesto, compasivo y competente, organizará de forma admirable la atención a las víctimas de un tiroteo, pero al final del día (los quince episodios abarcan quince horas de trabajo) sufrirá una crisis de ansiedad. Los médicos no son héroes, sino seres humanos con las mismas fragilidades y flaquezas que el resto de la sociedad.

Galardonada con varios Premios Emmy, The Pitt nos devuelve la confianza en el ser humano, pues nos hace comprender que los Tony Soprano son una anomalía y los doctores como "Robby" pueden encontrarse en las salas y despachos de cualquier hospital. El ser humano propende a la compasión. La violencia no está en su naturaleza. Solo es una perversión creada por la degradación del entorno.

En definitiva, las series no están matando al cine. Al revés, el mejor cine de nuestro tiempo casi siempre se encuentra en las series. ¿Quién ha dicho que el formato determine qué es y qué no es cine?

La extensión de las series permite desarrollar más a los personajes. Es cierto que se pueden alargar las tramas más allá de lo razonable, pero si se actúa con contención y sentido del equilibrio se pueden obtener resultados espléndidos, como la historia de amistad entre Charles Ryder y Sebastian Flyte o la asombrosa peripecia de Omar Devone Little, rey de Baltimore. El cine no muere. Solo se reinventa.