[caption id="attachment_966" width="560"]

Sacrificio de Isaac, (1595), Galería Uffizi, Florencia[/caption]

¿Qué es un cuadro? ¿Qué puede expresar? Según Antonio Saura, “la tela es un ilimitado campo de batalla. El pintor realiza frente a ella un trágico y sensual cuerpo a cuerpo, transformando con sus gestos una materia inerte y pasiva en un ciclón pasional, en energía cosmogónica ya para siempre radiante”. Saura habla de “ansia devoradora” y “fiebre intensa”. El pintor debe “poner sus ojos” en el “infinito”, convirtiendo la materia en espíritu, el trabajo en ascesis y la experiencia creadora en éxtasis. Ignoro si Antonio Saura pensaba en algún pintor en concreto, pero sus palabras describen con exactitud el ímpetu creador de Caravaggio, titánico, ardiente, maldito y místico. Michelangelo Merisi da Caravaggio (Milán, 1571-Porto Ércole, 1610) concebía el lienzo como un universo donde el alma sólo podía adentrarse, dejando su piel en cada pincelada. El infinito sólo se revela al que traspasa la materia con una mirada trágica y hambrienta. Hay que buscar la luz en la oscuridad más hermética. La claridad suele esconderse en lo ciego y opaco, como el claro de un bosque. Frente a la belleza y armonía de Anibale Carracci, impregnado de alegría de vivir y optimismo neoplatónico, Caravaggio se complace en el abandono, la imperfección y la sensualidad. Entiende que la pureza y la santidad no brotan de un ideal abstracto, sino de las peripecias de la carne en un mundo ensombrecido por las pasiones. Las figuras de Carracci bailan; las de Caravaggio peregrinan. Carracci cultiva la ligereza; Caravaggio, la penitencia. Carracci intenta llegar a Dios mediante la perfección y el equilibrio; Caravaggio prefiere hundirse en el barro y demorarse en las flaquezas, siguiendo el rastro de Cristo, que conoció la pobreza, la humillación y el sufrimiento.

La pintura barroca intenta responder al desafío de lo infinito. Lo infinito nunca podrá ser accesible a la razón pura, ni al conocimiento empírico. Es posible encontrar a Dios, sentir su proximidad, pero no demostrar su existencia. Lo inconcebible se hizo carne para hacernos ver que no es lo “totalmente otro”, sino “lo otro en nosotros” (Olegario González de Cardedal). La pintura barroca recurre a los violentos escorzos, los vehementes contrastes de luz, el cromatismo arrebatado y las composiciones complejas –o aberrantes– para reproducir la huella de lo infinito en un mundo encapsulado en el continuo espacio-tiempo. Como escribió Calderón de la Barca en unos famosos versos: “Y pues lo caduco no / puede comprehender lo eterno / y es necesario que para / venir en conocimiento / suyo, haya un medio visible” (Sueños hay que verdad son). La Edad Media escogió la música como principal vía de acceso a lo eterno; el Barroco –apunta José Antonio Maravall– prefirió la “vía del ojo”. La “vía del ojo” se muestra particularmente receptiva con el dinamismo, la grandiosidad, el naturalismo exacerbado y los perfiles labrados por la luz al internarse en la oscuridad. La gran innovación de Caravaggio consistió en pintar lo sobrenatural con una apariencia demasiado humana, conforme al paradójico hecho de la Encarnación, donde lo infinito acepta libremente las servidumbres de la finitud. Sus detractores se indignaron con sus apóstoles con aspecto de labriegos, sus santos de pies sucios o sus Vírgenes con rasgos de sencilla mujer de pueblo. No fueron capaces de comprender que su estricto naturalismo procedía de la determinación de representar la realidad en toda su complejidad y misterio. La vida es armonía y disonancia, perfección y deformidad, virtud y caída, exuberancia y escasez, indulgencia y encono. Caravaggio capta esa tensión, escenificando el drama capital del género humano, que vive acechado por la muerte y la insignificancia, mientras la sed de absoluto atormenta a su conciencia racional. Escribe Ernst H. Gombrich en su famosa Historia del arte: “Caravaggio debió leer la Biblia una y otra vez, y meditar acerca de sus palabras. Fue uno de los grandes artistas, como Giotto y Durero antes de él, que desearon ver los acontecimientos sagrados ante sus ojos, como si hubieran acaecido en las proximidades de su casa”. Caravaggio convirtió el cuadro en un espacio de revelación, donde el hombre se acerca al misterio de lo trascendente por medio de lo vulgar, lo feo o lo irrelevante. Los milagros no acontecen en los altares, sino en los sótanos, los fogones y las callejuelas en penumbra.

Caravaggio es inseparable del espíritu de la Contrarreforma. Frente a la austeridad de la Reforma luterana, el pintor milanés ilustra la epopeya cristiana con escenas rebosantes de sensualidad y dramatismo. Descarta la posibilidad de embellecer el mundo, pues considera que el hombre y la historia están corrompidos por el pecado original. Hay que mostrar las cosas como son, aunque duela o cause desagrado. Isaac grita aterrorizado cuando su padre, el anciano Abrahán, se dispone a degollarlo en el Monte Moriah, cumpliendo la voluntad de Yahvé, que pone a prueba su fe con una orden terrible (Sacrificio de Isaac, 1595, Galería Uffizi, Florencia). San Mateo afronta la difícil tarea de escribir su Evangelio con gesto de impotencia, apoyando la rodilla en un banco. Parece un pescador analfabeto, desbordado por una misión que excede a su entendimiento. Descalzo, con un discreto halo y una descolorida túnica roja, su figura se recorta contra la oscuridad, girándose hacia el ángel que acude en su ayuda. Su rostro se ilumina con la intervención de lo sobrenatural, que viene de las alturas. Su cuerpo en escorzo muestra la fragilidad de lo humano (San Mateo y el Ángel, 1602, Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma). En una versión anterior, destruida durante la Segunda Guerra Mundial, Caravaggio acentuaba la rudeza y tosquedad de San Mateo: piernas desnudas, pies sucios, túnica corta, cabeza sin aureola, descarnada calvicie. El ángel, que se ha puesto a su altura, guía su mano, casi como si fuera un maestro de escuela con un niño particularmente torpe.

[caption id="attachment_970" width="560"]

Cena de Emaús (1602), The National Gallery, Londres[/caption]

En La Muerte de la Virgen (1606, Museo del Louvre, París), María, madre de Dios, parece una mujer de extracción humilde con el vientre abultado y los pies hinchados y verdosos. La leyenda dice que Caravaggio se inspiró en el rostro de una prostituta ahogada en el Tíber o incluso en el de su amante Lena. La Virgen está rodeada por los apóstoles, hombres de apariencia muy humilde que podrían confundirse con mendigos. Encargado por los carmelitas descalzos de la iglesia romana de Santa Maria della Scala, el colosal óleo sobre lienzo (369 cm x 245 cm) fue rechazado por indecoroso. En aquella época, aún no se había aprobado la Asunción de la Virgen como dogma de fe (lo haría Pío XII en 1950), pero se presuponía que su Tránsito se había producido entre coros celestiales, tal como lo había representado Tiziano, pintando la subida de la tierra al cielo como un prodigio de luz, gloria y verticalidad (Asunción de la Virgen, 1518, Basílica de Santa María dei Frari, Venecia). En cambio, Caravaggio subraya el hecho de la muerte, eludiendo la ascensión al cielo. En la parte alta del cuadro, no hay ángeles ni sublimes regiones azuladas, sino una pesada cortina de un rojo violento que contrasta con el rojo más claro del plebeyo atuendo de María. La santidad de la Virgen sólo se manifiesta en un halo casi imperceptible, apenas un hilo dorado que flota en la oscuridad. A su lado, María Magdalena llora desconsolada, con la cabeza agachada sobre el regazo. Sólo vemos su pelo recogido, su cuello y su espalda, no su rostro. Parece una criada y no una pecadora redimida. La luz principal emana de la faz de María, confundiéndose con la claridad que despide el cuello y la espalda de la Magdalena. No hay ni una pizca de neoplatonismo en esa estancia umbría, donde la muerte se muestra en toda su crudeza. Sólo el vientre levemente hinchado recuerda la intervención del Espíritu Santo. Aún muerta, María sigue llena de gracia. El cuadro de Caravaggio sobre la muerte –o Tránsito– de la Virgen escandalizó, pero Vincenzo Gonzaga, duque de Mantua, lo compró por trescientos ducados. Antes de salir de Roma, fue expuesto en la Accademia di San Luca. Muchos apreciaron en la pintura la influencia de Carlos Borromeo y Felipe Neri, que habían aconsejado representar a la Virgen como una mujer de pueblo y no como una reina o emperatriz.

Caravaggio comprendió que la grandeza del mensaje cristiano residía en el descenso de lo divino hasta lo humano, aceptando los aspectos más ingratos de la existencia mortal, como la muerte, la pobreza, el desamparo o el miedo. Dios experimentó la muerte en Jesús, que afrontó su destino con angustia y sentimientos de abandono. Conoció la pobreza a través de José y María, que huyeron a Egipto con la incertidumbre y la precariedad de los refugiados. Vivió el temor de los parias, soportando las penurias de una existencia errante. Y, finalmente, soportó la soledad que nos aguarda a todos en la última hora, cuando el vacío parece triunfar sobre cualquier esperanza. Caravaggio quiso hacer visibles estas vivencias, pero nunca creyó que su alma, irremediablemente manchada por el pecado capital de la ira, podría redimirse y evitar la condenación. A pesar de su furia homicida, el pintor profesaba una sincera espiritualidad. Según el historiador siciliano Francesco Susinno, Caravaggio rechazó el agua bendita que le ofreció otro parroquiano al entrar en la Iglesia de la Madonna del Pilero, asegurándole que servía para borrar los pecados veniales: “¡No es necesario! –exclamó–. Todos mis pecados son mortales”. Caravaggio abordó el tema de la Resurrección de Cristo en varias obras, sin hacerse ilusiones sobre la salvación de su alma. Su genio brilló con todo su esplendor en Los discípulos de Emaús o Cena de Emaús (1602, The National Gallery, Londres) y La incredulidad de Santo Tomás (1602, Palacio de Sanssouci, Postdam, Alemania).

La Cena de Emaús recrea el momento en que Cristo resucitado bendice el pan ante sus discípulos Cleofás y Santiago, provocando su estupor, pues no le habían reconocido cuando se unió a ellos en el camino y les habló de las profecías de las Escrituras. El gesto de coger el pan, bendecirlo, trocearlo y repartirlo es una evidente alusión al sacramento de la Eucaristía, instituido en la Última Cena. Caravaggio se inspira en el arte paleocristiano para representar a Cristo como el Buen Pastor que sana las heridas y cuida a su rebaño. Su aspecto adolescente subraya su dimensión de Niño-Dios y, en menor medida, alude a Orfeo, cuya lira conforta a los hombres, haciéndoles olvidar sus disputas. Probablemente Caravaggio se basó en el pasaje de San Marcos (16, 12-13) que habla de la aparición de Cristo “bajo otra forma” a dos de sus discípulos, mientras iban de camino a “una aldea”. La composición del cuadro produce una ilusión de movimiento que sortea la distancia entre el espacio bidimensional del lienzo y las tres dimensiones del mundo real. Sentado a la izquierda, Cleofás hace amago de levantarse, doblando ambos codos. El derecho, con un remiendo, se adelanta hacia fuera, facilitando la inmersión del espectador en el círculo de luz y penumbra que rodea a los personajes. Cleofás está de espaldas, componiendo un contraplano que destaca el papel central del joven e imberbe Cristo. Santiago, con ropas de peregrino y una concha sobre el pecho, extiende los brazos, creando una zona de tránsito entre la luz y la sombra. Su gesto evoca la Cruz y dirige la atención hacia el Resucitado, cuyo rostro sereno y apacible manifiesta el triunfo de la vida sobre la muerte. Dios ha cumplido su promesa, liberando al hombre de la servidumbre de la corrupción.

Como escribe San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (15, 54-55). Caravaggio demuestra su maestría técnica con una serie de escorzos que dinamizan la escena, disolviendo cualquier impresión de quietud. El posadero, con la cara entre sombras, contempla todo con perplejidad, incapaz de comprender lo que sucede. Es imposible no pensar en los hombres ciegos e indolentes, que rechazan o ignoran la buena nueva. Las viandas de la mesa son de enorme realismo, pero al mismo tiempo están cargadas de simbolismo: el pan y el vino (la Eucaristía), las granadas (la Pasión de Cristo), las manzanas (el pecado original), la sombra con forma de pez (el ichthys, acrónimo griego -?????? ??????? ???? ???? ?????- que significa: “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”). Suspendida en el filo de la mesa, la cesta sugiere que el hombre, redimido por la Cruz, siempre está expuesto a la caída en el pecado.

Sin carecer de mérito, la segunda versión de la Cena de Emaús (1606, Pinacote de Brera, Milán) carece de la fuerza expresiva de la obra original. La incredulidad de Santo Tomás, con un Cristo convencional, aborda la Resurrección con un realismo crudo y meticuloso. Envuelto aún el sudario y con la piel amarillenta, Cristo conduce el dedo de Santo Tomas hasta la llaga abierta en su costado por una lanza romana. Una implacable negrura envuelve a los personajes, sólo interrumpida por haces de luz fría sobre sus túnicas deslucidas. La muerte ha sido derrotada, pero se resiste a desprenderse de su víctima. ¿Dónde ha pasado Cristo los últimos tres días? En la luz eterna de Dios, origen y destino último de la aventura humana.

Violento, promiscuo y con un final misterioso y prematuro (calificado por algunos como “pasoliniano”), Caravaggio pensaba que se había ganado con sus actos la condenación eterna, pero quizás consiguió la redención con su pintura. Sus cuadros son un verdadero testimonio de fe y un vigoroso reflejo del infinito que arde en la mirada del artista.