En La casa de papel (Álex Pina, 2017-2021) un grupo de atracadores se atrincheraba en el interior de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre para adueñarse de —o más bien para fabricarse— un cuantioso botín.
En el exterior, las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado trataban de apresarlos. Desde un refugio seguro, lejos de donde tenía lugar el supergolpe, El profesor (Álvaro Morte) supervisaba la perfecta ejecución del plan que él mismo había diseñado.
Los monos rojos, la máscara de Dalí, los sobrenombres, el Bella Ciao y un discurso salpicado de apuntes antisistema cimentaron la construcción del mito.
Detrás de la fachada de aquel lujoso edificio que Atresmedia empezó a levantar y al que Netflix le inyectó un vagón de millones para estilizarlo aún más y añadirle los acabados, se escondían unos andamiajes claramente reconocibles a poco que uno se pasease por su interior durante un par de episodios.
Ahí estaban su escritura retrospectiva, sin duda el rasgo definitorio de la serie, una dirección de actores adicta a la afectación, los romances contravenidos, las salvaciones en el último minuto o las secuencias atiborradas de música.
Pues bien, sus dos máximos responsables, Álex Pina y Esther Martínez Lobato, repiten exactamente la misma operación en El refugio atómico (2025), cuya primera temporada estrenó ayer mismo la casa de la gran N roja.
Solo que esta vez quien está en el exterior son los atracadores y quienes quedan confinados en un búnker de máxima seguridad ante la inminente llegada de la Tercera Guerra Mundial son los damnificados, en este caso un grupo de multimillonarios víctima de una estafa a gran escala.
¿Una venganza contra el turbocapitalismo lanzada desde el corazón del mismo sistema o la enésima prueba de que la industria es capaz de metabolizar los mensajes contestatarios para convertirlos en dinero? Busquen la respuesta en los siguientes párrafos.
Por lo demás, están ustedes ante una nueva versión de aquel no tan viejo éxito que, como Berlín (Álex Pina & Esther Martínez Lobato, 2023) pero alejada de la mitología de La casa de papel, sigue estirando el chicle.
Es como cuando McDonald’s presenta una variante del Big Mac o, habida cuenta de la inversión, como cuando Apple lanza un nuevo modelo de iPhone (en este caso también pringan un montón de incautos).
Repasemos los ingredientes uno a uno. La mente maestra que ha diseñado todo el plan es Minerva (Miren Ibarguren), una arquitecta especializada en grandes construcciones harta de que las multinacionales la mangoneen y poseedora de un sardónico sentido del humor.
En este caso, la figura de El profesor se amplía a Roxán (Michelle Jenner), la inteligencia artificial diseñada por Ziro (Álex Villazán), hermano de Minerva, un cerebrín con tendencias psicopáticas que ha ayudado a su hermana con los pormenores técnicos.
También regresan los monos, azules para los ocupantes del refugio y amarillos (como en Vis a Vis, también de los mismos creadores) para el equipo de trabajadores que se supone que les cuida mientras afuera se consuma el holocausto nuclear.
A falta de un tema musical de cabecera, una playlist de hits contemporáneos se filtra a través de la banda de sonido y puntea numerosas secuencias.
En ese sentido, El refugio atómico es una serie sobresaturada, algo que se colige de las interpretaciones de sus actores, de la utilización indiscriminada de la voz en off para explicarnos no solo cómo proceden (en el caso de Minerva y sus colaboradores), sino lo que sienten en cada momento (la apostilla de sobreexplicativa se le queda corta).
Tampoco es casual que abunden los ralentís. Todo está pensado para enardecer a un espectador al que no hay que darle tregua. Un momento de reposo equivale, claro está, al fracaso.
En el instante en el que la audiencia encuentre medio segundo para pensar, la propuesta se desmonta como si el búnker en el que (casi) todo acontece fuese un castillo de papel abandonado en mitad de un tornado.
¿Cómo se consigue que un grupo de multimillonarios se meta por voluntad propia a no se cuántos metros bajo tierra? ¿Y que lo haga sin informar a nadie ni de su entorno social ni relacionado con sus negocios?
Los guionistas intentan explicarlo, pero la justificación del plan (situada en el capítulo segundo) tiene más agujeros que la coartada de Carlos Mazón el día de la DANA. Uno puede transigir con la premisa, pero a medida que la historia avanza las preguntas se multiplican y el sentido de la incredulidad no puede suspenderse eternamente.
Fotograma de 'El refugio atómico'.
¿Cómo es posible que, en un plan diseñado al milímetro, no se incluya un médico en el equipo? Si todo el sistema de seguridad, y la inteligencia artificial que lo controla, parecen ideados por el hermano malvado de Steve Jobs, ¿cómo puede ser que pelando dos cables y usando una tetera (sic) los prisioneros logren sabotearlo? Si la ubicación del refugio es secreta, ¿qué pasa con los pilotos del helicóptero que llevan hasta allí a los huéspedes?
El golpe, como en La casa de papel, no es lo único importante. También están las turbulentas relaciones entre los personajes que funcionan, siempre, a través del mismo mecanismo: la atracción entre opuestos – en aquel éxito planetario ya sucedía, entre otros, con El profesor y Lisboa (Itziar Ituño).
Eso sí, con la intensidad elevada a la enésima potencia. Aquí las tensiones las protagonizan dos familias unidas por un trágico pasado.
De un lado están los Varela, del otro los Falcón (si automáticamente les sale un Crest detrás, no van desencaminados). Max (Pau Simón), el hijo de los primeros causó la muerte de la hija de los segundos en un accidente de coche. Eran novios.
En un prólogo que, como ya sucedía en El inocente (Oriol Paulo, 2021), condensa trama para un par de miniseries en apenas unos minutos, se nos explica todo el via crucis del chaval: juicio, años de cárcel, transformación...
En el refugio coincidirán las dos familias. Los Varela: padre, madre, hijo y abuela. Los Falcón: padre, segunda esposa e hija. Ni que decir tiene que se necesitaría una ampliación del Centro Nacional de Inteligencia para almacenar los secretos que los dos clanes ocultan.
Entrar a analizarlos es como meter un bisturí en un tarro de gelatina. Frida (Natalia Verbeke) esconde a una femme fatale bajo el porte de mujer amargada (su cambio es digno de ‘Extreme Makeover’). La abuela (Montse Guallar) combate su cáncer galopante con morfina y champagne y le tira los trastos a cualquier mujer que se le ponga a tiro.
Rafa Varela (Carlos Santos) es un pusilánime (un personaje estomagante al que dan ganas de abandonar a la intemperie nuclear a los cinco minutos). Y Max es el hijo pródigo, mitad pibón extraído de Élite, mitad MacGyver gracias a haber cursado la FP de electrónica (sic) durante su estancia en prisión.
Su atracción por Asia Falcón (Alicia Falcó) no tardará en despertarse. Y será mutua pese a las reticencias iniciales (se supone que ella le odia por haber provocado el accidente que mató a su hermana, pero el tío está bueno y estamos encerrados, así que...).
Y no es la única atracción interfamiliar (y hasta aquí puedo leer). De los Falcón no hay mucho que decir. Esta Guillermo (Joaquín Furriel), cliché de multimillonario mujeriego y sin escrúpulos.
Y su segunda mujer Mimi (Agustina Bisio), un adorno matrimonial, como la cubertería de plata que te regalan en la boda y solo usas la primera semana de vida conyugal, como si la pasión que vivieron como antiguos amantes se hubiera desvanecido al firmar las capitulaciones.
Juzgar las interpretaciones de los actores está de más, puesto que el tono que se impone desde la dirección es de una densidad tal que exige de la ingesta de un kilo de sal de fruta para poder digerirlo.
Esas declamaciones, ese hablar susurrando, esas frases entre Nietzsche y Mr. Wonderful lanzadas desde primerísimos primeros planos con la música de Frank Montasell y Lucas Peire atronando, la luz engrandeciendo cada encuadre como si todos fuesen Roy Batty (Rutger Hauer) diciendo aquello de “he visto cosas que vosotros no creeríais".
No sé, vean el arranque del cuarto episodio con Asia curando a Max de sus heridas. O esa sesión de terapia grupal en la que Shakespeare le da una mano al economista Robert Lucas y la otra a Delia Fiallo...Inenarrable.
Fotograma de 'El refugio atómico'.
En el fondo, la lógica del énfasis se aplica a todo porque lo que señalamos a propósito de las actuaciones también vale para la composición de un guion trufado de golpes de efecto, la mayoría de ellos difíciles de defender. Véase, por ejemplo, la estafa en la que cae Oswaldo (Enrique Arce), socio de Guillermo Falcón, y que se perpetra en Bangkok.
No es ya por el montaje del operativo en sí, por lo demás visto en numerosas películas (aquí estamos más cerca de la pirotecnia de Guy Ritchie que de la finura del David Mamet de La trama), sino porque algunos de los implicados pasan de estar en el búnker a trasladarse a al capital de Tailandia como si nada, como si el tiempo fuese elástico (en realidad, no sabemos cuantos días transcurren desde que están encerrados, y eso permite a los guionistas jugar con la cronología a voluntad).
De todos modos, y como decíamos, magnificar las situaciones y multiplicar la intensidad es la norma. No importa que para ello se generen secuencias absurdas — Asia y Tirso (Omar Banana) yendo a un contenedor de basura gigante a recuperar el móvil de su hermana muerta—, que las labores de vigilancia se olviden cuando conviene (Mimi deambulando medio grogui sin que nadie la vea), que, de repente, como si estuviésemos en un capítulo de House (David Shore, 2004-2012), aparezcan enfermedades raras (encefalopatía hepática) o que haya intentos de suicidio, asesinatos, peleas y suspense de baratillo a cada nanosegundo.
En cualquier caso, el signo distintivo de los últimos proyectos de Álex Pina y Esther Martínez Lobato se basa en lo que hemos denominado escritura retrospectiva.
No es privativo de sus series, pues en Alias (J.J. Abrams, 2001-2006) ya se empleaba para explicar el uso que la agente Sidney Bristow (Jennifer Garner) le daba a los gadgets creados por Marshall Flinkman (Kevin Weisman) en sus misiones; un modelo que Perdidos (Abrams, Lindelof, Lieber & Cuse, 2004-2010) explotó a conciencia, sobre todo porque lo aplicó a la construcción del pasado de sus personajes y no tanto a la solución de problemas que pudiesen surgir durante el desarrollo del argumento.
Más que nada porque el objetivo de Perdidos no era solventar problemas sino ir planteando nuevos enigmas cada poco tiempo (de ahí la insatisfacción final de muchos). Pina y Lobato son más partidarios de esta segunda opción, la de rebobinar y corregir.
De hecho, el final de Los Serrano (Daniel Écija & Álex Pina, 2003-2008) puede verse como un anticipo de sus producciones más recientes: una secuencia situada en el pasado que justifica todo cuanto hemos visto; nada, por otra parte, que no estuviese ya en la mítica Dallas (David Jacobs, 1978-1991). Seguro que los más veteranos todavía recuerdan la "muerte" de Bobby Ewing (Patrick Duffy).
Fotograma de 'El refugio atómico'.
Aquí, como en La casa de papel, vamos continuamente del presente narrativo (el golpe) al pasado (la preparación) para que Minerva y su equipo, en el que no falta un director de cine, Parker (Vito Sanz), que ponga en escena las sucesivas mascaradas, nos expliquen como han montado toda la martingala.
Por cierto, Parker cita Titanic (James Cameron, 1997) y Avatar (James Cameron, 2009), también se alude a Armageddon (Michael Bay, 1998), y esas menciones no son gratuitas, son canon para la serie y responden al modelo de éxito que aspiran a replicar.
Eso sí, los creadores de El refugio atómico son tremendamente conscientes de lo que hacen. Tanto, que sus propios personajes no dudan en exponer las ideas de quienes se los han inventado.
No es ya que la situación que se da en el búnker funcione como metáfora aplicada a la propia audiencia, los espectadores, como los cautivos, asistimos a la despliegue de la ficción más grande jamás montada, sino que, en el capítulo tercero, oímos la siguiente frase pronunciada por Minerva, sin duda, y como El profesor, trasunto de Pina y Martínez Lobato: “No queremos que bajen la guardia y se aburran, porque cuando uno se aburre empieza a pensar (…) hay que tenerlos entretenidos con el drama del fin del mundo”.
Bienvenidos al nuevo entretenimiento.
