Si en las manos de la gran dama del misterio hubiese caído un argumento como el de Succession (Jesse Armstrong, 2016-2023), muy probablemente habría salido una novela de desarrollo similar a Yo, Jack Wright, serie creada por Chris Lang y estrenada por Movistar Plus+ el pasado 26 de agosto.

Lo primero que hubiese hecho la autora de Diez negritos es presentar un cadáver en el primer acto. Fiel a esa norma no escrita de la crime and mistery novel, Lang nos muestra a un empresario que bien podría ser un sosias de Logan Roy (Brian Cox): inmensamente rico, déspota, manipulador, implacable.

Solo que si Jesse Armstrong plantea la donación de una fortuna en vida, precipitada por la enfermedad de un patriarca que nunca termina de estar convencido de transmitir sus bienes a habida cuenta de las distintas incapacidades mostradas por sus hijos y de sus ansias de poder, en el relato de Lang la sucesión se impone tras la repentina llegada de la parca.

La muerte de Jack Wright (Trevor Eve) dispara una narración que, sin embargo, no se centra únicamente en averiguar las causas de la muerte del magnate —¿suicidio o asesinato?— sino que se bifurca en múltiples puntos de vista para atender a las complicaciones en las que andan metidos sus descendientes, todos ellos sospechosos de la irreversible desaparición del pater familias.

Yo, Jack Wright es, pues, un whodunit cuya perspectiva trasciende la mirada única del investigador Hector Morgan (Harry Lloyd), que aquí combina su labor policial con la crianza en solitario de sus dos hijos, para extenderse a las vicisitudes que afectan a los hijos, exesposas y empleados del tycoon. Todo después de que este estucase el suelo del granero familiar con sus sesos practicando el action painting con su pistola.

Al final del capítulo primero sabremos que la instalación artística no fue creación suya, él solo fue el objeto del que se sirvió el imitador asesino de Jackson Pollock cuya identidad desconocemos (disculpen que sea un tanto críptico, confío en que, más pronto que tarde, me entenderán).

La motivación principal que cualquiera que orbitase alrededor de este semidiós empresarial pudiera poseer para mandarlo de vuelta al Olimpo se encuentra en su testamento, modificado a última hora bajo circunstancias desconocidas. El nuevo documento comporta significativos cambios en el reparto de bienes, entre ellos entregarle la dirección de la corporación a su nieta, lo que hace que buena parte de los familiares que le sobrevivan experimenten una mezcla de sentimientos que oscilan entre la insatisfacción y la furia.

Lo interesante de Yo, Jack Wright, más allá de los múltiples secretos que cada candidato a parricida/mariticida esconde y de que todos ellos (se) mientan de manera compulsiva, radica en sus descripciones. El panel que el detective Morgan tiene en su oficina funciona como mapa descriptivo general.

De hecho, el inspector lo divide en dos subsecciones: los beneficiarios y los perjudicados por el nuevo testamento. Como ya hemos mencionado, entre los agraciados está Emily (Ruby Ashbourne Serkis), la nieta, una joven que regresa de San Francisco al saber de la muerte de su abuelo. Allí ha montado una empresa con el que se supone que será su futuro marido.

Chris Lang en el rodaje de 'Yo, Jack Wright'.

Solo que la pátina de pureza que baña la angelical apariencia de la joven no es más que un barniz ocultador de intenciones que se intuyen espurias. En Londres conserva un amante intermitente, otrora chico para todo de su abuelo, que bien podría estar involucrado en el asesinato y no precisamente de motu proprio.

Rose (Gemma Jones) es la primera esposa de Jack. Lleva años alejada de él, ha rehecho su vida junto a Bobby (James Fleet) y pilla un pellizquito de la herencia —500.000 libras— que le servirá para pagarse un tratamiento contra el cáncer que padece.

Los otros dos favorecidos son empleados del señor Wright, su guardés y su secretaria, a los que les toca bastante más dinero que al grueso de sus familiares directos. ¿Ven qué poco cuesta sembrar felicidad? En el apartado de agraviados está Graham/Gray (John Simm), el primogénito, un descerebrado que intentó desarrollar su carrera musical para acabar acumulando deudas que ahora se traducen en palizas propinadas por unos acreedores que prefieren el bate de béisbol al burofax.

El tipo lleva pidiendo o trincándole el dinero a su familia —incluso a su pareja— desde que le salió bigote y se supone que la herencia iba a ayudarle a equilibrar su maltrecha contabilidad. Pero no. John (Daniel Rigby) siguió los pasos de su padre. Permaneció en la empresa, a su lado, sin rechistar, obediente.

Se suponía que era a él a quien le darían las riendas de la compañía. Lo suponía él y lo suponía su mujer Georgia (Zoë Tapper), una tipa dominante y exigente, casi una prolongación de las actitudes del padre trasplantadas al hogar familiar. John es un pusilánime y lleva décadas acumulando rabia, y la decisión última de su padre no hace más que aumentar la temperatura de un depósito de rencor que está a punto de reventar.

Por último está Sally (Nikki Amuka-Bird), tercera y joven esposa de Jack Wright, al que le dio dos hijos. Su marido la deja sin una libra y deshereda al hermano mayor, mientras que la hija conserva sus privilegios. Ya averiguarán por qué, ahora no es necesario desvelar tal misterio. Sirvan estas breves descripciones para que se hagan una idea de lo que encontrarán en esta producción británica. Un arsenal de secretos que no cabría en la Biblioteca Nacional.

Una patulea de mentirosos que siempre tiene algo que esconder, desde relaciones extramatrimoniales hasta bancarrotas inesperadas, pasando por tejemanejes empresariales sellados con la palabra fracaso.

Chris Lang, un tahúr metido a guionista, estructura los seis episodios de esta primera temporada en dos tiempos, de modo que los implicados son entrevistados para una suerte de documental que imita los modos del true crime y que podemos situar en el presente narrativo, lugar desde donde la narración retrocede para ir contándonos qué sucedió tras la muerte del magnate. Lang dosifica la información como si fuese un dealer; de hecho, hasta los sets elegidos para las entrevistas dan pie a que pensemos que varios de ellos hablan desde la cárcel.

‘Yo, Jack Wright’.

La serie se abona al golpe de efecto continuo, ya sea a través de la interposición de juicio intrafamiliar mediante el cual Graham, John y Sally tratan de recuperar parte del dinero perdido demandando a Emily (que es hija de Graham), o bien mediante el descubrimiento de oscuros secretos que resultan difíciles de sostener. Todo lo que acontece en el seno del matrimonio John/Georgia recuerda a algunos episodios nacionales en los que las esposas nunca sabían lo que hacían sus maridos, desde Julián Muñoz y Mayte Zaldívar, hasta Iñaki Urdangarín y la infanta Cristina (en este caso funciona a la inversa).

El uso de diversos puntos de vista permite a Lang ocultar datos relevantes y mostrarlos cuando le interesan, por lo que todavía resulta más imperdonable que algunos pasajes se repitan hasta la saciedad (las amenazas a Graham y sus reiteradas peticiones de dinero, por ejemplo).

La dirección de Tom Vaughan se limita a trabajar con recursos que funcionan: como acogotar a los acusados asfixiando los encuadres cuando son interrogados o imitando la realización de Line of Duty (Jed Mercurio, 2012-2021) en los numerosos interrogatorios que salpican cada capítulo.

Yo, Jack Wright es una serie que lo fía todo a las ansias del espectador por alcanzar un desenlace, más pendiente de lo que sucederá que de lo que realmente está pasando, un pasatiempo de fácil digestión y borrado inmediato. Como ya habrán intuido, la respuesta definitiva al misterio que se plantea no llega al final del último episodio. Probablemente, la expresión to be continued sea la favorita de Chris Lang.