Los documentales siempre suelen contemplarse con cierta laxitud. Puede que formalmente sean pobres o que, en realidad, sean más bien la versión alargada de un reportaje televisivo. Basta con que el tema importe para que su realización, o incluso un desarrollo torpe, no nos supongan demasiado impedimento para seguirlos con cierto interés hasta el final.

Esa tendencia todavía se acrecienta más si hablamos del true crime, cuya mezcla entre narración detectivesca y pulsión morbosa lo convierte en uno de los subgéneros más demandados del momento. Son una bendición para productoras y plataformas, puesto que son relativamente baratos de producir y hay tanta materia prima disponible que la veta se presume inagotable.

Las consecuencias del consumo masivo de un formato como este -ya sea en su vertiente ficcional o en la documental- y la baja calidad de la mayoría de los títulos darían para un ensayo que excede nuestro espacio. En cualquier caso, son dos puntos que merecen una reflexión profunda que tiene que ver tanto con el condicionamiento de la percepción de los espectadores como con el cambio de paradigma, en términos de producción de contenido, que está experimentando el universo streaming.

Todo esto viene a cuento del estreno de La funeraria (Joshua Rofé, 2025), true crime de tres episodios estrenado por Max el pasado 6 de junio en el que se nos relata la truculenta y sorprendente historia de David Sconce, miembro de una larga saga de empresarios de pompas fúnebres cuyo negocio, Lamb Funeral Home, estaba radicado en la localidad de Pasadena.

Cuando los padres de Sconce -por lo demás respetados miembros de la sociedad civil de la ciudad, perfectos exponentes de una tradición en la que el decoro, siempre bien apuntalado por la riqueza, y las apariencias son dos activos fundamentales- dejaron que su hijo se hiciese cargo de las cremaciones que se llevaban a cabo en la empresa familiar, no sospechaban que el índice de incineraciones practicadas se multiplicaría exponencialmente en apenas cuatro años.

De las 194 cremaciones que se efectuaron en 1981 se pasó a más de 25.000 en 1986. Todo bajo el mandato de David. ¿Cómo era posible que esa estadística se disparara si el tanatorio Lamb solo contaba con un pequeño crematorio? ¿Cómo podía asumir el stock de cadáveres de las funerarias que carecían de ese tipo de instalaciones y entregar las cenizas de los difuntos con la prontitud y diligencia de un restaurante de comida rápida?

El documental firmado por Joshua Rofé es de proceder simple. Hilvana entrevistas ofrecidas por los damnificados, por miembros de la competencia, por ex trabajadores y por agentes de la ley implicados en el caso, con material de archivo y va reconstruyendo el sumario desde sus inicios hasta la actualidad, porque la estrella de la función es, sin ninguna duda, el propio Sconce, que terminó de cumplir su última condena en prisión en 2023 y se prestó a aparecer en la serie para dar su versión de los hechos.

Una imagen de 'La funeraria'

Es su presencia la que convierte La funeraria en el retrato de un sociópata cuyas declaraciones, moldeadas por su condición de “eterna víctima”, se contraponen con las versiones que el resto de entrevistados da sobre los mismos hechos.

Es cierto que Rofé abusa de la repetición de determinados motivos visuales –la puerta de hierro forjado del crematorio abriéndose como las fauces de una bestia metálica, el cielo azul limpio de nubes ensuciándose con el humo que escupen las chimeneas del incinerador– y que, en líneas generales, la realización es bastante pedestre, pero a la vez es verdad que el trasfondo motivacional, basado en la dictadura del beneficio y en el crecimiento sin medida, que está detrás no solo de la conducta de Sconce, sino también de sus antecesores y de sus exempleados (ese “I miss the money” que lanza un antiguo trabajador que permanece en el anonimato por miedo a las represalias es muy significativo), nos permite bosquejar una cierta idea de Estados Unidos no precisamente amable ni alentadora. Detrás de la riqueza, el crimen.

Al director puede objetársele que, en un claro guiño a The Jinx (Andrew Jarecki, 2015), engañe a Sconce en la última secuencia del documental para que este nos ofrezca unas estremecedoras declaraciones finales cuando piensa que nadie le está grabando (lo que en la docuserie de Jarecki se vendió como un despiste, aquí responde a una total premeditación).

En cualquier caso, ofrece una capa más a propósito de un tipo que parece el hijo imposible de John Gray (el personaje de Boris Karloff en Ladrones de cadáveres de Robert Wise) y los hermanos McDonald (si, los de las hamburguesas), pues no hizo otra cosa que aplicar políticas neoliberales al funcionamiento de su empresa: competitividad, supresión (literal) de la competencia, desregulación y flexibilidad laboral.

En cualquier caso, y no figura en nuestro ánimo revelarles los numerosos secretos que se esconden en cada uno de los reversos de la trama de esta espeluznante miniserie, diremos que el espectador nunca está preparado para la escalada de barbaridades que la acumulación de datos y testimonios le irán brindado.

La funeraria se mueve entre el retrato psicopático, la(s) tragedia(s) familiar(es), el terror gótico, el relato gansteril y la descripción sociológica, siempre a partir de una historia real que, muy probablemente, jamás funcionaría como ficción a tenor de la multitud de excentricidades que contiene, desde envenenamientos mortales con adelfa (a veces parece un capítulo de Colombo), hasta apacibles abuelas que entre partidas de ‘gin rummy’ y subastas benéficas se dedican a estafar al prójimo desviando capitales, pasando por la moltura de maxilares para extraer el oro de los empastes.

Definitivamente, lo de descansar en paz era una broma de mal gusto si la funeraria Lamb se hacía cargo de tus restos mortales. Ver para creer.