¿Puede la ficción sanar las heridas causadas por una violación? Heridas que trascienden lo físico, que se alojan en el hipocampo como un inquilino molesto y, repentinamente, martillean tu cerebro a horas intempestivas para recordarte que siempre estarán allí, amenazando con derribar, la noche menos pensada, el muro de carga que salvaguarda tu memoria de los malos recuerdos. La respuesta que ofrece Michaela Coel es que probablemente no, la ficción no cauterizará el trauma, pero puede que te ayude a vivir con él, a tenerlo guardado en la trastienda de la amígdala el mayor tiempo posible. Podría destruirte es, con mucho, la serie más compleja a nivel discursivo de cuantas se han estrenado este año. Su último episodio, con una estructura similar a la de Russian Doll (Leslye Headland, Amy Poehler & Natasha Lyonne, 2019), plantea hasta tres finales alternativos para cerrarse en falso, esquivando una catarsis que nunca llega porque una vez que en tu cuerpo se ha abierto a un abismo no hay manera de taparlo: es como si Sauron te guiñara el ojo cada vez que cierras los tuyos.

Quizá por eso, el fogonazo, el flashback traumático, el puñetazo visual -no importa tanto el nombre que se empleé para definirlo como la imagen que pretendemos evocar – es un recurso fundamental para entender cómo la escritora, productora y codirectora de esta miniserie se ha esforzado por sublimar un episodio de su vida, manipulando determinados códigos de la autoficción para universalizar (parte de) su propia historia, referida a la violación que sufrió cuando trabajaba en los guiones de Chewing Gum (2015-2017), su anterior producción. (Y aquí ya empiezan las dudas: si escribimos sufrió una violación el sujeto es ella, la focalización - ¿la culpa? - recae sobre la mujer y el agresor queda reducido a una entelequia inasible, a actante inanimado, carente de voluntad, al tipo que pasaba por allí).

Si nos ceñimos a lo estrictamente textual, cuando los flashbacks de esta producción de la BBC que se puede ver en HBO España son breves apenas poseen valor explicativo (otra cosa son los episodios tercero, sexto y décimo, situados parcialmente en unas vacaciones en Ostia, el año 2004 y la infancia de la protagonista, respectivamente). No se recuperan fragmentos del pasado con la intención de aclarar las dudas generadas en el presente, se trata de llagar el texto, de insistir en la permanencia de esas lesiones intemporales que duelen como le duelen los cambios de tiempo a esa pierna que te rompiste hace seis años. La primera punzada retrospectiva llega al final del primer episodio (‘Eyes Eyes Eyes Eyes’). Hasta ese momento hemos conocido a Arabella (Michaela Coel), joven promesa literaria que, tras el éxito de su primer libro ‘Crónicas de un millennial hastiado’, ha conseguido un contrato editorial para el desarrollo de su segunda novela. En una sociedad proclive a la fabricación de ídolos instantáneos, Arabella va directa al Olimpo. Pero detrás de esa mente talentosa, de esa mujer que drena la vida como si nunca fuera a agotarse, que ejerce su libertad sin cortapisas, detrás de esa fachada deslumbrante solo hay un par de andamios raquíticos sosteniendo el decorado. ¿Por qué? Porque tiene problemas con el nuevo libro, porque se ha pulido el adelanto que le dio la editorial, porque las expectativas que ha generado se erigen sobre una base tan sólida como una balsa de gelatina. Porque la precariedad siempre tiene los brazos abiertos.

Volvamos al inicio. Arabella ha vuelto de Italia. Allí ha dejado a un amante que no quiere colgarse el cartel de novio y un montón de páginas sin escribir. En Londres el tiempo apremia. Se pasa la noche en el estudio, escribiendo contra un reloj que no le despierta un temor excesivo. Le llaman unos amigos. Sale a airearse. Se emborracha. Se emborracha hasta el desmayo. Elipsis. Vuelta el estudio. Tiene un corte en la frente. Una mancha roja en el cuello de la camiseta. El móvil roto. Se asea. Escribe. Entrega el texto.

La secuencia inmediatamente posterior a la elipsis está montada a dentelladas. Los planos duran poco, los tiempos se intercalan (escribe, se ducha, escribe, se lava los dientes, escribe…). Todo es confuso, como la mirada de Arabella, en la que lo alucinatorio (¿qué me ha pasado?) y la compulsión (he de entregar) se agitan en un cóctel inefable. Presenta el texto y la reunión se pospone porque no sabe explicar qué ha escrito. Sale a la calle, desorientada. Una fan la monta en un taxi y regresa a casa. Un picado desde lo alto de las escaleras abre la secuencia (la vemos empequeñecida, encerrada). Sube, entra en casa y va hacia su dormitorio (tres jump cuts resumen ese tránsito). Abre la puerta e irrumpe, agresivo, un contrapicado, su mano sobre el pomo (foto superior). La mirada de Arabella se dirige hacia su mano. En un inserto veremos cómo acaricia el tirador. Por corte directo se cuela una imagen violenta, imborrable: el contrapicado (otro) de un tipo blanco que empuja con su cuerpo y contrae el rictus en unos baños pintados de rojo oscuro (suena un pitido). Primer plano de Arabella: rostro desencajado. Su mano se aparta de la manilla esférica como si ardiera, vuelan los papeles de su borrador. Nuevo primer plano de ella: hace una mueca y emite un “mmm” atravesado por la sorpresa, la desazón y el asco.

Intentemos explicar(nos) la serie desde aquí. En primer lugar, se sustenta sobre un vacío, esa elipsis que encierra una violación de la que solo tenemos una imagen (en la que ella no aparece). Aleación de policíaco (un whodunit de manual), reflexión generacional y desafiante estudio sobre el consentimiento, el alambicado y consistente guion firmado por Coel trata de fijar, por una parte, qué es lo que sucedió en ese instante no mostrado y cuales son las consecuencias que ha provocado y, por otra, ratificar su permanencia; es decir, la resistencia del trauma al paso del tiempo. Sin embargo, la autora británica de origen ghanés no acota el perímetro narrativo a las vicisitudes que experimenta la protagonista; de hecho, la elisión se nos ofrece como un espacio en blanco sobre el que ir armando una casuística de agresiones sexuales que dificulta la toma de posición a medida que se acumulan los supuestos, una decisión que busca interrogar abiertamente al espectador.

Así, a lo largo de sus doce episodios, asistiremos a diferentes formas de violación y a las reacciones que generan, siempre variables en función del sujeto y del caso. En el que refiere a Arabella, a pesar de contar solo con un plano, el público tiene claro que está ante una violación. El resto de los escenarios planteados obligan a un escorzo moral, comprometiendo incluso el posicionamiento que asumen los propios personajes. Veamos: Arabella conoce a Zain (Karan Gill), un escritor al que la editorial le coloca como asistente para que la ayude a terminar su borrador. La conexión entre los dos es evidente. Se acuestan. En mitad del acto sexual, Zain se quita el condón sin previo aviso y sin que ella, que le da la espalda, pueda verlo. Esa decisión unilateral la obligará a tomarse la píldora del día después, aunque ella no le dé mayor importancia al asunto. De hecho, siguen viéndose con regularidad hasta que descubre que quitarle el impermeable al hermano pequeño sin consultar a la otra parte es una práctica habitual, premeditada y compartida por otros tíos.

Las consecuencias son inmediatas. Arabella lo denuncia públicamente -utiliza un encuentro literario en el que ambos participan para contárselo al auditorio- y, mientras ella se convierte en adalid de un movimiento emancipatorio que se hace fuerte sacando a la luz las reprobables conductas de sus asaltantes (práctica conocida como doxing), Zain sufre lo que hoy se conoce como cancelación. Se le borra del mapa, parcialmente. La editorial le permite publicar con pseudónimo (femenino). Lanza The Sundial con el nombre de Della Croydickie. El libro es un éxito. Arabella lo lee y siente que detrás de esas páginas se halla un alma gemela. Quiere conocerla. Le pide una cita. Se la concede. Aparece Zain. ¡What the fuck! ¿Cómo nos gestionamos esto? Arabella y la audiencia, claro. Se sientan. Hablan. Él la ayuda con su borrador. Cuando sale de su casa Zain tira la basura. En esas dos bolsas negras están las pruebas policiales de la investigación de su primera violación. Las preguntas que abre esta subtrama son infinitas e incómodas: ¿lo del condón, en realidad, no fue para tanto? ¿actuó Arabella con exceso de celo? O, por el contrario, ¿se no está hablando de la capacidad de perdonar, de la necesidad de dialogar, de reparar un error atendiendo a los vínculos afectivos preexistentes? Pues así todo.

I MAY DESTROY YOU | Trailer Oficial Subtitulado | #HBO

Todos los supuestos son enrevesados sin dejar de ser realistas y sin que su acumulación se antoje exagerada -para eso es decisivo el buen manejo de la cronología narrativa, que deja claro el paso de las semanas y de los meses- y la constatación del incremento exponencial de la probabilidad de tener relaciones sexuales gracias a la confluencia de los métodos tradicionales -ligar en bares y discotecas- con el aperturismo implementado por las start up de citas -Tinder, Grinder, etc.- sumado al progresivo desinflamiento de las restricciones moralistas heredadas de la tradición judeocristiana: hay, en definitiva, una mayor libertad sexual. Regresemos a la casuística: Kwame (Paapa Essiedu), amigo íntimo de Arabella, es violado por otro hombre después de que ambos hayan tenido sexo consentido; el propio Kwame se acuesta con una mujer buscando refugio y nuevas experiencias sin advertirle que es gay; un adolescente toma fotos sin permiso de la chica con la que está teniendo sexo, posteriormente ella se autolesionará para acusarlo de abuso sexual; Terry (Weruche Opia), la otra gran amiga de Arabella, hará un trio durante sus vacaciones en Italia; en ese intercambio erótico todo parece fortuito, pero finalmente descubrirá que sus partenaires se conocían y que ella no ha sido más que una presa inocente… Este último ejemplo es el más oscuro, porque ella aceptó acostarse con los dos, la duda está en si hubiera hecho lo mismo de tener toda la información en su poder.

“¿Creía que estabas escribiendo un libro sobre el consentimiento?” le pregunta Zain a Arabella en ‘Would You Like to Know the Sex?’ (1.11). La respuesta a esa pregunta solo puede ser una afirmación no concluyente -un sí, pero- porque Podría destruirte va más allá de cómo se enfrentan al sexo las nuevas generaciones. Antes de desviarnos de este asunto, concluyamos que quizá todo desemboque en que la percepción del sexo es individual pero no su práctica y, como expresa Amanda Whiting en este artículo de Bustle, “la pregunta crítica no es si quieres sexo o no, es qué es el sexo para ti y que harás si significa algo diferente para mí”, todo esto en un contexto en el que las opciones de tener sexo han aumentado hasta límites que alguien nacido en los ochenta solo atisbaba como premisa de una novela de ciencia-ficción. Otro aspecto muy distinto, que la serie encara frontalmente, es ver qué grado de responsabilidad estamos dispuestos a asumir cuando el abanico de posibilidades no lo sostendría ni el club de fans de Locomia (uf, la edad).

La taxonomía de violaciones es tan amplia que las reacciones en función de cada incidente son igualmente diversas. El factor diferencial, lo que hace que Arabella responda con furia al abuso cometido por Zain pero se quede bloqueada tras la agresión en el aseo del pub, es la violencia (no es igual el dolor que siente Kwame, alguien que ha sido forzado físicamente, a la indignación que siente Terry, víctima de una añagaza). Esas dos cuestiones (la presencia de la violencia y la diversidad en las reacciones) hermanan dramaturgia y montaje. Como ya hemos observado en la secuencia extraída del episodio piloto, el montaje de la serie (cuenta con hasta 6 editores) es agresivo en muchos momentos; jump cuts, cambios bruscos de escala, encabalgamiento sucesivo de interiores y exteriores (de la intimidad de una habitación a planos generales de la ciudad), etcétera.

Esa manera de suturar las imágenes también es extrapolable a una estructura capitular que nos hace pasar del desolador interrogatorio policial de ‘Someone is Lying’ (1.02) al ambiente festivo del que Arabelle y Terry se emborrachan durante sus vacaciones en Ostia (1.03). Las fracturas constantes -tono, evolución psicológica, giros dramáticos, registros interpretativos- y la puesta en relación de las eventualidades que atraviesan los personajes a través del montaje paralelo permite establecer un análisis comparativo sobre los modos de lidiar con los desastres que tiene cada uno. Michaela Coel podría haber hecho un documental de investigación sobre lo sucedido (muy cercano al true crime), pero al recurrir a la ficción no necesita fotocopiar su propia experiencia, de manera que puede ampliar el campo reflexivo y colectivizarla, transformar lo personal en universal.

La miniserie también recurre al uso de planos oclusivos, composiciones inspiradas en ese contrapicado que captura el rostro acongojado de la protagonista en el piloto y que, de manera idéntica, inciden en esa claustrofobia vital que, en uno u otro momento, acogota a todos los personajes, como el que en ‘Social Media Is a Great Way to Connect’ (1.09) encierra a Kwame entre las alas del disfraz de diablesa negra que Arabella lleva para la fiesta de Halloween (ha habido una fuerte discusión y ella se impone). De hecho, los episodios más interesantes son los múltiplos de tres: el tercero (cambio brusco del tono), el sexto (cambio de focalización con la entrada del personaje de Theo e introducción de la cuestión racial), noveno (la locura de los social media) y duodécimo (conclusión y cambios narrativos).

Quedémonos en ese último episodio. Podría destruirte es de todo menos categórica. La autora crea una historia en la que una escritora interpretada por ella misma trata de exorcizar el daño causado por una agresión sexual a través de la ficción: en el series finale, los desenlaces propuestos no son más que las diferentes opciones que Arabella se plantea para cerrar su libro; la venganza descarnada (sororidad + rape & revenge), la reconciliación a través del diálogo y, en una alucinación minimalista, el inicio de una relación que arranca con un cambio de roles (ella penetrándolo a él). Nótese que cuando Arabella le pide a su violador redimido que abandone su cuarto -ella tiene ahora, en su relato, el control- salen dos versiones del tipo,el apaleado y el que, de algún modo, ha conseguido liberarse (que sería el representado en los finales dos y tres).

Las tres posibilidades se nos presentan como meras opciones narrativas, totalmente alejadas de la realidad (realidad que pasa por asumir, en la medida de lo posible, lo que ha sucedido y apoyarse en los seres queridos para salir adelante: ahí está Ben (Stephen Wight), el báculo que ayuda a mantener el equilibrio, el tipo tranquilo que siempre escucha, el personaje del que nadie hablará). La única conclusión rotunda que uno puede sacar de esta producción de la BBC es el desamparo legal al que se enfrentan la gran mayoría de víctimas de una violación. Son procesos presididos por la inconsistencia: recuerdos borrosos o borrados, falta de pruebas o dificultad para obtenerlas, miedo a la estigmatización… Todos los encuentros con la policía se saldan con un revés para los demandantes, mención especial merece la denuncia voluntaria que Kwame presenta ante las autoridades, deposición que no terminará cuando se dé cuenta de que solo provoca animadversión y hace que su complejo de culpa se acreciente (¿acaso no es lícito pensar, habida cuenta de la potencia que tiene esta secuencia, que la experiencia de Coel ha sido diluida en una solución que luego se ha inyectado en el resto de caracteres? ¿es casual que el personaje que ella interpreta lleve el apellido del actor que encarna a Kwame (Essiedou)?). Secuencia, la de la denuncia de Kwame, montada en paralelo al rechazo que sufre Arabella en su viaje de regreso a Italia, en un intento desperado por quitarle el título de aspirante a novio y ponerle el cinturón de campeón a un Biagio (Marouane Zotti) que la deja en la calle. La soledad que padecen los dos amigos en ese momento -cuya potencia se duplica en virtud de las decisiones de edición- no servirá, sin embargo, para que los vínculos entre ambos se refuercen: en el episodio siguiente aparecerán más separados que nunca. De nuevo, montaje y violencia (afectiva) unidos.

Reinas

Existen numerosos paralelismos entre la última creación de Michaela Coel y la primera novela de Elizabeth Duval, Reina, pero solo seleccionaremos uno que tiene que ver con el carácter icónico de las dos autoras, Duval como representante del colectivo trans y Coel/Arabella como punta de lanza de cierto prototipo femenino (mujer joven, negra y de clase trabajadora). Apunta Duval en su debut que tras su temprana aparición en los medios (a los 14 salió en el Intermedio, a los 16 fue portada de Tentaciones, etc.), se le construyó “más como portavoz de un colectivo que como persona (…) Yo no tenía interés como persona autónoma: yo tenía interés porque servía como un ejemplo relativamente acorde a los cánones de belleza y clase de lo trans. Era una versión cómoda de lo que ser trans significaba. Me aproveché de ello. (…) Y después me desinteresé rápidamente”.

Esas declaraciones describen, casi como si fueran una indicación situada al pie de alguna de las páginas del guion, la evolución que sufre el personaje de Arabella en su relación con los social media y los nuevos modelos de celebridad. En ‘Happy animals’ (1.07) y en el ya citado ‘Social Media Is a Great Way to Connect’ (1.09) se indaga en las consecuencias de la hipervisibilización auspiciada por las redes sociales, el aumento del tiempo de exposición pública que exige la naturaleza de estos nuevos medios si no se quiere perder comba, el crecimiento de la autoexplotación, la deformación de la realidad, la intensificación de las relaciones superfluas o los vínculos entre empoderamiento, narcisismo y mesianismo.

En el capítulo séptimo, tras denunciar públicamente la agresión sufrida por parte de Zian, Arabella ya se ha convertido en un híbrido entre influencer y activista. Su ascendencia sobre la opinión pública -que se traduce en una actividad constante con un fuerte impacto en redes sociales- hacen que Happy Animals – empresa que se dedica a la entrega de productos veganos- la contrate para que difunda su mensaje (ella está a dos velas y necesita el dinero porque es incapaz de avanzar con sus escritos). Cuando, a medida que avanza el episodio, se va explicando el funcionamiento piramidal de la entidad (que clamará por la supervivencia del reino animal mientras da un bonus a quien capte a una mujer negra como imagen de marca), se constata la inconsecuencia entre imagen pública y organización interna, un desajuste que también describe el comportamiento de los personajes en contraposición a la máscara social que exhiben. Por eso, apenas dos episodios después, se llega al paroxismo de estos nuevos modelos de socialización en los que la vida no existe si no es a través de los filtros que nos proporciona un smartphone: somos cuando nos retransmitimos. Será ahí cuando Terry le haga notar a Arabella que los valores que ella muestra en las redes sociales a veces contradicen algunas de sus actuaciones, como encerrar, sin mediar permiso alguno, a Kwame en una habitación con otro hombre justo después de que su amigo haya sido violado. Arabella se negará a aceptar los cargos de incongruencia que sus amigos le imputan y no asumirá su equivocación hasta que hable con su psicóloga y, en lo que parece un guiño a Insecure (Issa Rae & Larry Wilmore, 2016-?), mantenga un diálogo consigo misma. Como en Reina, hay una reflexión continuada sobre la posición desde la que hablan los personajes (clase social, color de piel, género, estatus) y eso complica la emisión de juicios sumarísimos a propósito de sus conductas, marcadas por la contradicción y la incertidumbre. En Podría destruirte no se reparten octavillas azuzando consignas ni folletos de venta al por mayor de dogmas de fe. La teleserie creada por Michaela Coel y codirigida por Sam Miller se inscribe dentro de una corriente de ficciones seriales contemporáneas (Girls, Atlanta, Insecure) que reflexiona sobre las vacilaciones de una época en las que el feminismo, las cuestiones raciales, la precariedad, los cambios en las relaciones sociales, afectivas y sexuales y la disrupción tecnológica marcan el deambular de una generación. Reflexión que viene precedida por la supresión de la palabra ‘you’ en los títulos de crédito para dejar sobre nuestras pantallas ese ‘I destroy’ que anticipa la voluntad de su factótum de arrasar con todo tipo de prejuicios, de no facilitarnos las cosas. Lo logra con creces.

@EnricAlbero