En plan serie por Enric Albero

Tom Clancy’s Jack Ryan: caza al terrorista

21 septiembre, 2018 09:36

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Jack Ryan[/caption] “Usted es el lobo que finge ser oveja”. Así se describe a Jack Ryan (John Krasinski), el personaje creado por el escritor Tom Clancy, en uno de los diálogos de la serie producida, entre otras, por Paramount Network Television que en España se puede ver a través de Amazon Prime Video. Esa frase es más importante de lo que a simple vista puede parecer, puesto que, a mi limitado entender, supera su carácter de metáfora descriptiva para explicar aquello que no pocos analistas de televisión le han criticado a la teleficción creada por Carlton Cuse y Graham Roland: que su protagonista es más soso que un chuletón de tofu. Para quien esto suscribe la gracia está, precisamente, ahí: en que Ryan sea un pan sin sal, una torrija sin azúcar, una birra sin alcohol… Un desustanciado, vamos. No estaría demás decir que, no sé si todos, pero sí la mayoría de los que practicamos la absurda y placentera disciplina de la crítica audiovisual, carecemos de nociones sobre interpretación. Así que, si repasan los periódicos de las últimas semanas o el último número de las revistas especializadas, lo mismo pueden leer que Alexandra Jiménez está magnífica en Las distancias, la estupenda película de Elena Trapé, que se le nota demasiado que es actriz y le falta naturalidad. En ambos casos, lo cierto es que, más allá de la apreciación personal, detrás de la valoración no existe un sustento teórico que ayude a refrendarla (cosa que si sucede -o debería suceder- en las cuestiones referidas a lo que se denomina puesta en escena). ¿Y a cuento de qué viene esto? Mi intención no es otra que la de tratar de explicarme por qué el rictus apático de John Krasinski, y volvemos a Jack Ryan, está en consonancia con el diseño del personaje ideado, a mediados de los ochenta, por Clancy. Vayamos por partes. Todo comenzó con La caza del octubre rojo (John McTiernan, 1990), primera película protagonizada por el ya famoso analista de la CIA interpretado en su puesta de largo cinematográfica por Alec Baldwin. Solo que en la sólida película de McTiernan, adaptación de la primera novela de la saga, nuestros ojos eran para Sean Connery y de Alec y su hoyuelo nos acordamos más bien poco (también nos quedamos prendados de secuencias como las de la traducción, cuando con un movimiento de cámara el director de La jungla de cristal justifica que sus personajes, que hablan en ruso, cambien al inglés). Luego llegó Harrison Ford, que a sus 50 años se enfundó el traje de Ryan en Juego de patriotas (1992) y Peligro inminente (1994), ambas dirigidas con desidia funcionarial por el olvidado y olvidable Phillip Noyce. Aquí la carga filmográfica de Ford (Han Solo, Indiana Jones, Rick Deckard, …) pesaba sobre un personaje que jamás podía pasar por una oveja, porque la propia carrera del protagonista de Único testigo (Peter Weir, 1985) lo impedía. De hecho, tres años después interpretó al segundo presidente de los Estados Unidos más macarra de la historia -una lógica evolución de su Jack Ryan- en Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997). Pura lógica (apunte: el presidente más macarra de los USA, el number one, no es un personaje de ficción aunque, tal vez, su pelo sí lo sea).

Y ocho años más tarde llegó Ben mucho antes de ser odiado por su Batman. He ahí el modelo ideal: Ben Affleck. El que ahora sigue Kransinski. El de Pánico nuclear (Phil Alden Robinson, 2002). Un tipo fornido con cara de ameba. Con cierto atractivo físico, sin resultar deslumbrante. Con gestualidad de maniquí y tics faciales de máscara de látex. A priori, esta descripción jugaría en contra del currículum de un actor convencional -no hablamos aquí del cine de Bresson… ni de Ryan Gosling- y, no obstante, estas características casan perfectamente con las de un espía. El Ryan de Aflleck/Krasinski es como el ideal de agente secreto desglamurizado (esto no es Bond): su aspecto anodino, su incapacidad para transformar sus emociones en gestos o su manera de expresarse -directo, siempre al grano, pragmático- son las de alguien que bajo su apariencia de ‘nerd’ -como se le califica en el episodio final- esconde a un soldado que ha entrado en combate; un tipo con fachada de edificio de oficinas que oculta un arsenal. Su manera de comportarse a diario desprende tanta normalidad que nos resulta aburrida -de ahí que genere rechazo- y todas las situaciones románticas relacionadas con el personaje de Cathy (Abbie Cornish) llegan a provocar incomodidad e incluso vergüenza ajena, sobre todo en sus primeros compases. Pero no hay que olvidar que estamos ante un espía, y un espía no puede ir contando sus batallitas por Instagram. En fin, que todo esto era para decir que sí, que os compro lo de que Krasinski os pueda parecer un sosaina, pero como estrategia de ocultación, al personaje le va mucho mejor su aparente insustancialidad que esa mirada rapaz que Chris Pine lanza en Operación sombra (Kenneth Branagh, 2014) -y así no nos dejamos a ningún Ryan fuera. Solo una cosa más: esa apariencia de tipo normal -y está claro que no me refiero a sus abdominales- conecta a este Jack Ryan con una cierta tradición del cine americano de la que Clint Eastwood, sobre todo en sus últimas películas, es hoy por hoy su máximo exponente. Esa tradición no sería otra que la de contar historias sobre héroes cuasi anónimos, tipos que no destacan por su brillantez -la pandilla de militares/turistas de 15,17 Tren a París- o que incluso padecen serios problemas psicológicos -el Bradley Cooper de El francotirador- pero que, sin embargo, cuando las circunstancias lo exigen, ahí están para actuar como es debido. En el fondo, se trata de señalar que en cada ciudadano americano -incluso del más estúpido- late el corazón de un héroe. Este tipo de aproximaciones que borran el aura mitológica que rodea a este tipo de figuras, siembran, a su vez, numerosas dudas de carácter ideológico relacionadas con la justificación del intervencionismo norteamericano (cuestiones que también están presenten en Jack Ryan). -Una maldad: viendo a Krasinski no puedo evitar recordar aquella frase de Ava Gardner a propósito de Clark Gable en Mogambo: “¿dónde he visto yo esas orejas?”, dice después de observar a un elefante. En realidad, en la versión original suena un “it reminds me somebody I know”, y en el plano siguiente se ve a Gable, que conduce la barcaza en la que navegan, girándose hacia ella. Fin.-

Multiterrorismo

Dejando a un lado al protagonista, esta Tom Clancy’s Jack Ryan engrosa la lista de ficciones contemporáneas que emplean la amenaza terrorista como base argumental (desde el 11-S el catálogo es inabarcable). Debido a su trabajo como analista experto en cuestiones económicas, Ryan sigue el rastro de unas intrincadas operaciones financieras que le llevan a Suleiman (Ali Suliman), un nuevo modelo de terrorista próximo al ISIS pero que parece funcionar de manera autónoma. Sus propósitos criminales no carecen de fundamentos religiosos, pero no forma parte de ninguna organización. Instalado en Siria, se parece más a un califa (o a un señor de la guerra) que no rinde cuentas a ningún estamento superior y cuya libertad de acción se basa en su independencia económica. Su detección, captura y posterior fuga, será el inicio de un juego entre el gato y el ratón que intercalará no pocos detalles dignos de relevancia. A nivel de inventiva argumental, las estrategias terroristas de Suleiman son tremendamente innovadoras. Mezcla los ataques tradicionales (bombas), los biológicos (gas sarín, ébola) y los nucleares para generar una especie de tormenta perfecta del horror en su cruzada contra occidente (atenta en Francia y en Estados Unidos). Hay, a lo largo de los ocho episodios, una lucha de inteligencias casi ajedrecística, con Ryan y Suleiman tratando de adivinar y anticipar el próximo movimiento de su rival en una era de máxima conectividad. La vieja mecánica del escape/salvamento en el último minuto funciona, el cómputo de aciertos/errores de los agentes está bien equilibrado y eso brinda unas cuantas buenas escenas de suspense y acción (aunque lo mejor, con diferencia, sea el tramo final del último episodio). Existen dos cuestiones temáticas a mi juicio reseñables. La primera, todo el trayecto que realiza Hanin (Dina Shihabi), la mujer de Suleiman, y sus dos hijas, huyendo de un marido y un padre que les reserva un futuro regido por una estricta interpretación de la Sharia en la que las mujeres no tienen ni voz ni voto. Su particular hégira sirve para reflejar parte de la odisea que todos los refugiados que huyen de Siria deben sufrir antes de llegar a Europa. Contrabandistas, condiciones infrahumanas, violencia… Todo se nos muestra de manera cruda, sin endulzar una realidad especialmente dura, al tiempo que indica el fuerte impacto que el conflicto sirio está teniendo en Occidente.

En esta nueva versión de las andanzas de Jack Ryan, el equipo de guionistas se ha tomado la molestia de construir un enemigo con cierta enjundia. Es decir, se han buscado las causas de su maldad y no se ha optado por la versión ‘malvado de opereta con risa terrorífica’. Suleiman aquí no solo es verdugo, también es víctima. Primero, de los ataques aéreos extranjeros en suelo sirio que acabaron con la vida de sus padres y que le obligaron, junto a su hermano, a emigrar a Francia. También sufre el desplazamiento xenófobo -y de clase- en sus entrevistas de trabajo a pesar de su formación y de las innovadores estrategias económicas que aporta en esas reuniones (y que luego desarrollará para financiar su yihad). Su calvario no termina ahí, sino en un ingreso en prisión, motivado por un incidente trivial, que le cuesta varios años de condena. Y es ahí, en la cárcel, donde se crea el caldo de cultivo ideal para formar terroristas: un lugar en el que la religión se erige como la única salida, la única esperanza, frente a la privación de libertad. Por cierto, esos flashbacks que relatan la conversión de Suleiman funcionan mucho mejor que todos los referidos al propio Ryan, breves apuntes sobre su pasado, casi siempre de corte efectista, que no aportan más información que las cicatrices que recorren su espalda. Para terminar, y más allá de su probada solvencia, digamos que en las nuevas aventuras del ‘officer’ Ryan se observa un esforzado equilibrio: ahí está el gran Wendell Pierce -esa mirada en el ascensor en el episodio final- haciendo de James Greer, el superior de Ryan, negro y musulmán, el contraplano a la concepción que del islam tiene Suleiman, un gesto que busca no caer en la generalización. O toda la subtrama del piloto de drones -por más que su segunda parte resulte muy forzada- que desde una nave militar en mitad del desierto de Nevada se encarga de ejecutar objetivos al otro lado del mundo: toda una reflexión en torno a la culpa, el ‘trabajo’ militar y el cumplimiento de órdenes y las dificultades de convivir con todo ello. Sobre este tema, aprovecho para recomendarles Good Kill (2014), un título poco conocido de Andrew Niccol, director, entre otras, de Gatacca. Concluyamos pues, que la serie de Amazon es un producto eficaz, mucho más complejo, desde un punto de vista ideológico que, pongamos por caso, las dos películas dirigidas por Noyce; con una actuación de Krasinski que casa perfectamente con el personaje de Ryan y una trama electrizante que deja poco tiempo para el respiro. La cuestión romántica, no siempre bien resuelta (fíjense en cómo termina, si es que termina de alguna manera), las innecesarias vueltas al pasado del agente de la CIA y alguna subtrama con pinta de apósito mal suturado figuran en el apartado del debe. Con todo, es de las series que se ve del tirón.
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