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Steven Avery en Making a murderer[/caption]

La serie documental de Netflix, Making a Murderer, dirigida por Moira Demos y Laura Ricciardi, se ha convertido en un fenómeno global de enorme alcance al plantear una historia con visos de inverosimilitud, de esas que quizá solo el cine de no ficción es capaz de realizar, porque si se tratara de una película sus creadores lo tendrían difícil para que no nos resultara demasiado forzado o fantástico. Durante diez años, las cineastas han documentado el caso de Steven Avery, un chaval de una zona rural de Wisconsin, blanco y de clase baja, a quien conocemos cuando tiene poco más de 20 años y que es acusado y encerrado durante 18 años por una violación e intento de asesinato que no cometió.



Avery es víctima de uno de los peores tormentos que puede sufrir cualquiera, pasar casi dos décadas en prisión por un crimen que no ha cometido y se enfrenta sin armas a un cuerpo de policía que lo detesta y que se la tiene jurada, a él con particular saña y al resto de su familia con no poca intensidad. El giro de guión asombroso llega después de su salida (toda esta primera parte la cuentan las directoras en el primer capítulo en una serie que dura diez) cuando un Avery resucitado es acusado nuevamente de violar y matar a una joven, por lo que acaba dando con sus huesos nuevamente en prisión. Él se declara inocente. Las circunstancias del caso son de nuevo confusas (aunque menos cogidas por los pelos que la primera vez) y surge una duda implacable: ¿es posible que una misma persona sea condenada de forma injusta no una sino dos veces?



Making a Murderer recuerda poderosamente a Paradise Lost, otra serie documental estrenada cuando aún no había series que, al contrario que esta que ha sido colgada por Netflix en su página web al completo, se fue realizando a lo largo de los años sobre la marcha. Aquella Paradise Lost nos cuenta la condena injusta de tres jóvenes de Arkansas, los 3 de West Memphis, acusados de cometer un ritual satánico y matar a tres niños despellejándoles, una condena monstruosa que destruye la vida de tres adolescentes realizada en base a prejuicios y con pruebas circunstanciales. ¿Qué falla en el sistema judicial estadounidense? O más allá de eso, ¿qué falla en el propio ser humano y la ciudadanía?



La serie nos arrastra, con fuerza, a lo largo de sus diez horas de sobresalto en sobresalto, jugando hábilmente con el sentimiento de indignación del espectador. Avery es vuelto a juzgar por el asesinato de una joven fotógrafa y, aunque por un momento el documental juega al despiste sobre si el chatarrero es o no culpable esta vez, se posiciona de una forma bastante clara a su favor presentando el caso como un montaje de la policía del remoto condado de Manitowoc, en Wisconsin. Una policía que se la tiene jurada porque los ha puesto en evidencia al haber sido condenado en falso y están acorralados por una demanda civil que reclama 36 millones de dólares por daños y perjuicios por los años pasados de forma injusta en la cárcel.



Porque Making a Murderer nos cuenta eso, el proceso por el que la policía se dedica a volver a empapelar a un hombre que en el momento en que reconstruye su vida y avista la redención vuelve a caer en el mismo infierno para enfrentarse exactamente a la misma policía. Miembro de una familia de chatarreros que se dedica al desguace de vehículos, los Avery, como los protagonistas de Paradise Lost, forman parte de esa América blanca y pobre, esa “white trash” que reflejaba Eminem en sus canciones que casi nunca vemos en el cine de Hollywood o en los medios de comunicación. Una América pobre, abonada a la comida basura y la televisión de baja calidad que llegado el momento es la víctima perfecta para que la policía pueda cerrar sus expedientes y colgarse medallas sin que nadie se queje mucho porque, como dice Avery en un momento del filme, los pobres son pobres y tienen siempre todas las de perder.



Porque los jurados están formados por personas, no son jueces de carrera ni políticos ni funcionarios, son personas normales y corrientes que deciden el destino de una persona y que, tal y como vemos, tienen tendencia a ser implacables. Basta con ver los foros de los diarios cuando se comete un asesinato especialmente atroz para darse cuenta de que en este país nuestro, y en otros, hay mucha gente que no solo no aplica en ningún caso la presunción de inocencia -todo el mundo es culpable desde el primer segundo- si no los habituales exabruptos que reclaman condenas como las que se practican en Afganistán. Curiosamente, suelen ser los mismos que esgrimen la superioridad moral de Occidente respecto a Oriente cuando hay atentados terroristas.



No todo es perfecto en la serie. Sin  duda, su ritmo trepidante y su minucioso retrato del sistema legislativo estadounidense, en teoría el más garantista del mundo, es apasionante. La serie nos agarra y no nos suelta hasta el final, cuando acabamos devastados y llenos de preguntas. No es poco mérito y lo convierte en una de las películas, porque eso es, más interesantes del año. No tengo tan claro si en su empeño por demostrar su tesis las directoras no se posicionan demasiado del lado de Avery, de quien tampoco logran despejar del todo la duda de la culpa. Queda en el aire la pregunta esencial, ¿por qué necesitamos odiar? ¿Por qué condenamos con tanta rapidez y parece que incluso deseamos la desgracia ajena? ¿No necesita la injusticia más humildad que indignación? Quizá los seres humanos somos aún demasiado débiles como para no necesitar el dolor ajeno para sentirnos mejor con nosotros mismos. Creemos que el enemigo nos hace buenos como seres humanos y como sociedad cuando, en realidad, es todo lo contrario.