De unos años para acá, se ha instalado en la vida literaria un concepto supuestamente intelectual al que titulan "Taller literario". Hoy, ese concepto y su acción corren por todo el mundo con una aparente solvencia de magisterio. Un "profesor" —convocante del taller— muestra su sabiduría literaria a los participantes del taller, gentes de mediana y mayor edad que, por la razón que sea, deciden "aprender" a escribir un poema, un cuento o una novela con el conocimiento que el "profesor" va a transmitirles.

En su interior, en los recovecos de su alma y de su voluntad, el participante busca por este medio llegar a ser un escritor en breve tiempo e introducirse en un mundo intelectual y editorial que le permita ser reconocido como tal. Nihil novum sub sole.

Obsérvese que el taller no es una conferencia ni una charla de quienes saben de lo que hablan ante un público que siente curiosidad por cuanto va a descifrar el escritor en sus palabras: es una clase, se supone que académica, que les hace suponer a los participantes que el "maestro", a través de esta tardía educación sentimental, los va a convertir en escritores, poetas, novelistas, críticos, ensayistas…

No voy a negar que algunos de estos talleres, creados por verdaderos escritores con sobrada auctoritas en ciertas universidades norteamericanas, han alumbrado a determinados participantes que llegaron a ser después de años escritores de renombre nacional e internacional.

Pero la proliferación de los talleres literarios originarios, con sentido universitario, ha ido poco a poco degenerando en una elemental terapia de cháchara colectiva que más parece un acto para la psiquiatría que para elemental terapia de aprendizaje de la literatura como tal. Además se crea en estos talleres con suma frecuencia un vínculo psiquiátrico en el que los alumnos se sienten en una zona de confort y por el que trabajan por un camino cierto.

Lasciate ogni speranza. He asistido a dos o tres talleres literarios dados por escritores que, en verdad, dejan mucho que desear en sus conocimientos literarios y carecen del método de la enseñanza y la disciplina. Y, sin embargo, los alumnos caen en un estado de admiración hacia el maestro que les muestra el camino de la salvación.

Lo primero que un maestro de un taller literario debe de enseñarles a sus participantes es que es demasiado tarde para llegar a ser lo que alguna vez soñaron: escritores. Lo sabemos porque en casi todos los alumnos faltan lecturas por los cuatro costados y forma parte del fraude convencer a los participantes de que con esfuerzo y entusiasmo van a llegar pronto al éxito y a la meta.

Es cierto también que esta cháchara psiquiátrica se convierte en una pequeña fuente de ingresos para los "maestros" que, a veces, dependen de esa función para ganarse la vida y necesitan, por tanto, instituciones y participantes que alimenten su bolsa.

De vez en cuando hay un supuesto éxito: una señorita atrevida lee en público, en el taller, un capítulo de su novela terminada gracias a lo que ha aprendido en él. "Te has ganado la edición. Enhorabuena", afirma el "maestro", e inmediatamente estalla el aplauso de todos los demás participantes.

Es una comedia un tanto vergonzosa que se lleva a cabo con frecuencia y que enciende las ilusiones de quienes creen que ellos van a merecer las mismas palabras y los mismos aplausos que los de la ya "escritora". "La escritora" tendrá, de aquí en adelante, un calvario que comienza por no encontrar un editor decente que publique "su obra"; después se verá obligada a pagar el coste de la autoedición en cualquier empresa impresentable de su geografía o de otras más lejanas. ¿Y después?

Después está el bucle en el que creció la ilusa escritora. En ese bucle, sus compañeros comprarán y leerán —tal vez— la novela de la escritora con la que ella, tras un tiempo de reposo y ya convertida en escritora, dará un taller sobre su obra. Es un círculo vicioso que puede obtener réditos egolátricos de las enseñanzas de aquel "profesor" egopático que practica la cháchara de la terapia colectiva que es normalmente un taller de literatura.

A estas alturas, nuestros lectores ya sabrán que no soy precisamente partidario de los talleres literarios. No bastan seis sesiones psiquiátricas para sacar del error al enfermo. No bastan seis sesiones de taller literario para hacer un escritor o una escritora que perdió hace muchos años la costumbre necesaria de leer de todo para llegar a saber escribir medianamente. Y eso en el caso de los más avispados.

Claro, hay excepciones, pero por regla general, este tipo de talleres son sucedáneos del diván del psiquiatra que el tío Sigmund nos regaló hace décadas para calmar nuestras frustraciones, nuestras manías, nuestras ambiciones desmedidas y nuestra propia locura.