No es la primera vez, ni será la última, que hable y escriba del mediocre siglo XXI que estamos viviendo. Mediocre y horrible. El siglo XX, el mío, el nuestro, el de mi generación y el de la generación de nuestros padres, tuvo lo suyo: terrible y criminal en muchos aspectos. Pero había de vez en cuando un aura sobrenatural que nos hacía mantener determinadas esperanzas en la humanidad: había grandeza.
Las élites eran, por lo general, gentes de enorme grandeza, con un liderazgo que daba fuerzas a los pueblos para seguir luchando por la libertad y establecer de una vez la obligatoriedad de los derechos humanos. Había próceres y había respeto. Próceres: Adenauer, De Gaulle, Churchill, De Gasperi, entre otros. ¿Dónde hay en estos momentos del siglo XXI un prócer político en el que nos podamos mirar?
El poeta peruano Carlos Germán Belli lo dice con un par de versos: "En todas las clases sociales el deterioro ejerce su dominio". Ahora ya no es sólo deterioro: es decadencia y, a lo que parece y por donde vamos, definitiva. No quiero nombrar a ninguno de los supuestos humanos que hoy mandan en el mundo; todo el mundo sabe quiénes son y de qué suicida manera colaboran con pasión a la muerte de la humanidad. No hay sino mediocres al mando, cuando no asesinos inclementes.
En todos los continentes, en todas las latitudes, la corrupción y la maldad avanzan sin que nadie ni nada le ponga remedio. Cualquiera podría pensar, al leer estas líneas, que mi reflexión de hoy es un peligroso canto a la nostalgia más reaccionaria. O a la melancolía más enfermiza. Créanme que mi amargura por esta época de mediocres que estamos viviendo no es producto ni resultado de fracasos o frustraciones personales, sino una respuesta reflexiva a lo que estamos viviendo.
Y todo eso cuando vivimos todavía en una parte del mundo que está racionalmente en paz. Todavía, para los pesimistas, que no somos otra cosa que un puñado de optimistas bien informados y de vuelta de caso de todas las decepciones.
A veces, en tardes de ocio y reflexión, sentado en mi sillón de cuero nórdico color mostaza, en silencio y aún con cierta lucidez, me pregunto en silencio, viendo el humo de mi tabaco de labor palmera, qué leer de hoy, qué exposición artística, qué película, qué escultura de hoy, se parece o supera a sus antecesoras del siglo XX.
Es difícil encontrar algo con seriedad: ni siquiera los que ahora se llaman filósofos son en realidad filósofos. Casi todos son pensadores inteligentes pero guardan en sus palabras y sus escritos la farsa terrible a la que pertenecen. El mundo del siglo XXI se ha llenado de farsantes inteligentes, arrogantes dueños de cualquier discurso dominante, fundadores y vendedores de humo, que hacen su fama y su fortuna en una población lectora sin la más mínima exigencia intelectual.
Ni hay próceres, ni hay filósofos ni hay intelectuales a los que podamos seguir. Una legión de mediocres y pensadores fraudulentos se han adueñado de los medios de información, de la televisión y las redes sociales y cada vez hay menos plata y más barro. Cambian constantemente las reglas del juego como geniales trileros de la lengua. ¿Y eso que llamamos la gente? Me refiero a la gente con cabeza, la gente que estudia porque sabe que no sabe nada y tiene todavía una cierta conciencia de instinto humano de supervivencia intelectual.
"Es difícil encontrar algo con seriedad: ni siquiera los que ahora se llaman filósofos son en realidad filósofos".
La mayoría vive más o menos encantada en este maremágnum de mediocridad, ignorancia supina, desencanto, deterioro, decadencia, juegos suicidas para todos, todos al borde del abismo y haciendo, incluso sin darse cuenta, equilibrios extraños para escapar de la caída definitiva. Así estamos tratando de detener las guerras que crecen en un mundo lleno de abusos cotidianos donde Ariel no existe y Calibán se hace cargo del negocio.
Personalmente me recluyo durante días en el gran artefacto de la supervivencia intelectual: la soledad doméstica y la relectura de los clásicos olvidados, cuando no desconocidos, por la inmensa mayoría. Los clásicos, Dante por ejemplo, son un milagro que nos permite pensar con una pequeña esperanza: nos dan el aire limpio y vivificador que nos hace creer todavía en la humanidad. El tiempo no ha podido con ellos, con los clásicos, sino todo lo contrario.
Ellos, los clásicos, han podido con el tiempo, han trotado con una elegancia extraordinaria sobre los siglos y llegado hasta nosotros como si fueran frutas de primavera recién cortadas del árbol del bien. Y ese mundo, el de los clásicos, desde los griegos y latinos hasta los grandes próceres del pensamiento y la literatura del siglo XX son, hasta hoy, un refugio seguro para ese puñado de gente que sin miedo afrontamos el riesgo del abismo terrible que vivimos en el siglo XXI.
"¡El horror, el horror!", exclamaba aquel personaje de Conrad en El corazón de las tinieblas. Eso es la mediocridad rampante de hoy, músicos del Titanic mientras la civilización occidental y todos los valores heredados de la Ilustración se hunden sin remedio en una decadencia sin final.
