Hoy en día, con las facilidades tecnológicas para facilitar el pensamiento débil o la ausencia de pensamiento, casi todo el mundo que escribe quiere escribir su “ensayo”. Buscan convencer a sus hipotéticos e improbables lectores de que en su pensamiento, en el fondo, hay una tesis profunda y una gran visión del mundo.



Intento fallido casi siempre, el ensayo es un género de la escritura no apto para advenedizos ni para lectores despistados, de modo que es imposible escribir un ensayo de verdad, académico, con profundidad intelectual, con tesis argumentada con suficiencia y evidente auctoritas, si no hay antes un estudio totalizador del asunto que trata el propio ensayo.

Se comprenderá con facilidad, entonces, el hastío que provoca en un lector “partícipe” observar con asombro la cantidad de papeluchos sin valor que se venden como ensayo en todas las librerías del mundo conocido.

[Tras los pasos de un escritor]



Hoy, pues, escribir un verdadero ensayo constituye una heterodoxia intelectual de las de antes y quienes gratuitamente se “consagran” con sus papelillos escritos en tres noches no hacen otra cosa que avalar lo que estamos diciendo.



Por eso se acerca también hoy a la heterodoxa leer o releer ensayos de la categoría de Hacía la estación de Finlandia, de Edmund Wilson, o El fin de la inocencia, de Stephen Koch, ensayos clásicos del siglo pasado al que pertenezco yo también sin ninguna melancolía ni nostalgia; ensayos que no pasan de moda porque son esas escrituras profundas las que sobreviven por encima del tiempo sin romperse ni rasgarse.

Ensayos que nos redescubren el pasado y nos alumbran el presente acercándonos al futuro; ensayos, en fin, que forman parte de la heterodoxia intelectual que hoy es una minoría vitivinícola y marginal en el mercado editorial lleno de basuras múltiples que casi nos regalan por malos lectores.

[Quico Concepción: el alma viva de una isla]

¿Para qué hablar, entonces, de los heterodoxos españoles cuando todo es concierto, diálogo imposible, sonrisa de anuncio para los dientes limpios, pensamiento débil y sumiso?

Menéndez Pelayo, un sabio por encima de todos los demás, acometió con un gran talento y tenacidad una de las obras cumbre de la ensayística en lengua española de todos los tiempos: la que hace acopio de la heterodoxia de un país donde el talento era heterodoxia y rebeldía, un país que estaba lleno de “cardenales ateos” que esparcían sus tesis y teorías por los cuatro puntos cardinales molestando a los millones de abobaliconados súbditos, muy contentos de serlo y continuarlo siéndolo por los siglos de los siglos.

Hay un episodio lamentable que tuvo lugar no ha mucho tiempo entre nosotros que delata el sectarismo fanático al que es capaz de llegar la “autoridad” en este país.

[Así es la Real Biblioteca, la desconocida cueva de los tesoros del Palacio Real llena de documentos únicos]

Una señora que escribía muy mal, por cierto, y que, por cierto, es el mayor bluff de la literatura española del siglo XX, llega, de la mano influyente de María Teresa Fernández de la Vega (a la sazón vicepresidenta del gobierno), a la dirección general de la Biblioteca Nacional de España, la cuarta del mundo.

La primera orden que da  la señora es la de declarar “puertas abiertas” para este organismo tan lleno de tesoros únicos, confundiendo la Biblioteca Nacional con una biblioteca municipal

La segunda orden que dio, aunque quedó (como la primera) en puro intento, fue eliminar físicamente de los alrededores de la Biblioteca Nacional la escultura de su director histórico más importante: Marcelino Menéndez Pelayo, el gran ensayista histórico de la heterodoxia española.

[Óscar Arroyo Ortega, nuevo director de la Biblioteca Nacional de España]

¿Por qué razón? Porque era un reaccionario, un borracho y un mujeriego. El conejo me riscó la perra, como dicen en mi tierra… Aquella invitación a saquear la Biblioteca, su primera orden, tuvo una consecuencia nefasta hasta hoy: a los pocos días de tomar posesión la señora robaron del edificio algunos Ptolomeos que, en fin, la señora debió juzgar de poca importancia.

Sic transit gloria mundi, para quien quiera entenderme. Cuando el Ministro de Cultura del momento, César Antonio Molina, de quien en realidad dependía su cargo, la cesó sin contemplaciones, algunos heterodoxos españoles en sus tumbas, los del libro monumental de Menéndez Pelayo, y algunos otros que nos tenemos como tales, y como resistencia al discurso dominante de la gran mediocridad, respiramos tranquilos y felices. Por fin, un gesto para salvar la Biblioteca Nacional de manos de esa mediocridad imperante.

¿Qué diría hoy de este mundo Marcelino Menéndez Pelayo o otros sabios de su estilo que vivieron en España hasta hace poco tiempo? Bueno, reaccionarios o no, se declararían heterodoxos sin vuelta atrás, avergonzados de los modos y maneras que gobiernan la vida cotidiana de este país al que a veces hay que criticar a fondo y con toda razón.

Al fin y en ese mismo fondo crítico, la heterodoxia intelectual necesita de la ortodoxia, su contrario, para no convertirse ella misma en ortodoxia. Y para seguir luchando a la intemperie, y mientras no llegue la Tercera Guerra Mundial, contra el mal gusto, la falta de inteligencia y de esfuerzo y, en fin, el esfuerzo terrible que significa intentar vivir todo el tiempo sin el menor esfuerzo intelectual posible.