Ya se sabe: El gatopardo, la novela de Lampedusa, es una lección literaria e histórica. Toda la filosofía del ser humano y su condición embustera recorre el relato de Lampedusa, escrita por un noble decadente y arruinado que mira su mundo derrumbarse a toda velocidad, catastróficamente. “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, le dice en la novela Tancredi Falconeri a su tío, el viejo príncipe de Salina, Fabrizio Corbera.

El príncipe camina por las estancias de Donnafugata; sube y baja escaleras, mientras reflexiona sobre la frase clave de la novela sin llegar a entender qué es lo que su sobrina ha querido decirle. Tres páginas de la novela se pasa Fabrizio Corbera buscando la semántica escondida de esa clave, hasta que por fin llega a entender lo que su joven sobrino quiere decir, no otra cosa que lo evidente: viene una nueva clase política y económica a gobernar el mundo italiano, y el siciliano, y no hay otra manera de mantenerse vivo que fusionarse con ella.

Ahí está el todo de la novela, y el por qué de su permanencia en la lectura de los tiempos y en la eternidad de la literatura: la condición humana y sus infinitos trucos para sobrevivir en el poder; la persecución del poder como elemento fundamental para manejar el mundo y seguir perteneciendo a la élite histórica.

Lampedusa escribe su novela desde la decepción y el escepticismo, con algo de humor y superioridad moral, a pesar de la Historia, y retrata un momento histórico y fundacional de Italia y Sicilia. Pero esa filosofía no sirve sólo para interpretar ese mismo momento histórico sino como manera de estar en el mundo, en cualquier tiempo y en cualquier parte del mundo.

El sentido de la frase de Lampedusa en la novela está más activo que nunca, más vivo que jamás en un mundo en el que parece que todo cambia vertiginosamente para que todo siga igual, repitiéndose en un eterno retorno insaciable e interminable.

Cuando hace unos años “la nueva política” llegó a España, había un fondo de indignación en ella y unas ganas fantásticas de cambiarlo todo, acabar con la memoria de la transición española y con la Constitución del 78. Los jóvenes adolescentes que se identificaban con esos cambios venían de la universidad al grito revolucionario de unos nuevos tiempos que alumbraban las mismas viejas costumbres que nosotros, cuando éramos felices, adolescentes e indocumentados, traíamos a la espalda. Sólo que nosotros queríamos acabar con una dictadura, mientras que los nuevos bárbaros querían acabar con una democracia en construcción a la que acusaban de seguir siendo fundamentalmente franquista.

Observamos hoy, con decepción, y con bastante irritación, que en España el gatopardismo se ha practicado en todas las clases sociales, incluso en la más humildes, y que ha pasado a ser lo que siempre fue, parte importante de la condición humana que mueve el mundo fabricando minuto a minuto mentiras urdidas para que aparentemente todo cambie pero que todo siga igual.

Lamento esta situación desde mi condición de viejo memorioso, con la gran diferencia de lo que ha sucedido en España: no es sólo que “la nueva política” vino a dejarlo todo como está con el teatrillo de aparentar que todo iba a cambiar con ellos, sino que incluso ha empeorado. La frase aquí es un retruécano del lampedusismo: si queremos cambiar todo, es necesario empeorar el mundo.

¿Estamos peor que hace unos años? Cualquier ciudadano puede hoy observar la conducta de sus señorías en el Parlamento español y avergonzarse ante las maneras de expresarse verbalmente de los diputados. ¿Era esto parte del futuro democrático que nos habían prometido los adolescentes maleducados de la “nueva política”, hacerlo peor para que todo cambiara sin cambiar nada?

Todo el campo está hoy embarrado, dispuesto a una pelea guerracivilista que clama al cielo. Aquella tercera España nacida de la concordia de la transición se ha venido abajo para convertirse en un campo de batalla donde el que peor habla es el mejor de todos. Y todo esto entre adolescentes ideológicos que no hacen más que repetir los errores de las generaciones anteriores, entre las que está la nuestra.

Nada han hecho “las nuevas políticas” para que se produzca un cambio a tener en cuenta, y si algo ha cambiado ha cambiado a peor, en medio de una incertidumbre castastrófica y creciente donde las nuevas generaciones no quieren otra cosa más que dinero, fiesta y diversión. El viejo filósofo utilizaría el latinajo: “Nihil novum sub sole”. Es decir, si queremos que todo siga igual es necesario aparentar que todo cambia. El teatro de la mentira. Asumo sin complejos la decepción del viejo Lampedusa y observo con tristeza irritante los muros del mundo derrumbándose como si fueran las murallas del Templo de Jerusalén.