Aunque M.P. afirmaba que el periodismo español se parecía al Chicago de la década del 20 al 30 del siglo pasado, yo siempre le rebatí amistosamente ese criterio y le decía que era mucho más correcto decir que aquello, aquella temporada de los últimos años del franquismo y de la transición a la democracia, se parecía más al Far West que a la agencia de los Pinkerton. La discusión amistosa llevaba varias horas, pero el final ganaba yo con una sola frase: "Lo sé porque tú eres el hombre que mató a Liberty Valance". Entonces, se dibujaba en su rostro un gesto de satisfacción y se disparaba un trago de whisky cuan largo podía ser su respiración.

Lo conocí tarde, cuando ya era una leyenda del Far West y sus envidiosos enemigos, que entonces parecían sus mejores amigos, comenzaban a cortarle su gloriosa carrera en El País. Seamos claros, ahora que ha muerto, dejemos el cinismo con el que se ha escrito algunas necrológica llena de mala conciencia y de peor aliño. A M.P., una leyenda en aquellos tiempos del Far West, lo sacaron de aquel periódico que era suyo desde sus principios los mismos que lo habían enaltecido durante años. Y lo sacaron entre broncas silenciadas y envidias evidentes. Queda toda una enorme cantidad de cartas en manos de Cristina Scaglione, Argentina de familia siciliana con la que M.P., en broma, amenazaba a sus muchos amigos más cercanos en tiempos felices. Digo que lo conocí tarde porque durante seis años estuvo pidiéndole a alguien de aquel periódico que se decía mi amigo y el suyo que me lo presentará. Siempre lo dejó para otro día, nunca quiso que yo conociera a Martín Prieto de su mano. Haberlo dicho antes. Seis años después de esa sordidez, estaba yo tratando de conciliar una pizca de sueño a las dos de la mañana en el Hotel Presidente de Buenos Aires y sonó el teléfono. Era el M.P. despotricando sin más, como si nos conociéramos de toda la vida. "Oye, cabrón", me dijo sin ninguna suavidad, "hay una fiesta interminable en mi casa y me entero que estás en Buenos Aires. Y que no estás en mi fiesta. Ahora mismo voy a buscarte con mi auto".

Ese fue el principio de una magnífica e inolvidable amistad que duró hasta que murió hace pocos días. Estoy escribiendo esta nota de amistad llena de recuerdos mientras vuelo de Ciudad de México. Veo la inmensidad interminable de Ciudad de México desde el avión y me digo que así, como la Ciudad de México, como la ciudad de Buenos Aires, era M.P. Tengo en mis archivos de IPad las crónicas del juicio del golpe de Estado en Campamento y leo también, ahora misma, la leyenda que corre por el Far West, por todas las cantinas del Viejo Oeste del periodismo español. Aquella que cuenta que el gran M.P., después de escribir su crónica diaria sobre lo ocurrido en el juicio (lo escribía a la americana, como aquellos profesionales norteamericanos que convirtieron la crónica periodística en una gran literatura, en un gran género literario), se bajaba al bar que estaba debajo del periódico de la calle Miguel Yuste, y se tragaba una satisfactoria porción de tragos de whisky. Era su recompensa diaria. Después, ya compuesto, se iba a dormir a su casa. Pero un día se perdió la crónica del M.P. y no apareció. Tuvieron que irlo a buscar a su casa, levantarlo, darle más de medio litro de café, y un trago de whisky para volverlo a la normalidad, ducharlo, vestirlo y regresarlo al periódico. M.P., toda una leyenda, cumplió, escribió al artículo, se tomó otro par de tragos en el bar de abajo y se marchó a su casa. Al día siguiente se publicó su crónica como todos los días. Pero tres días más tarde, apareció la primera crónica que se había perdido y era exactamente igual a la segunda que el legendario pistolero del Far West había escrito después de que lo levantaran de la cama.

Dicen los envidiosos, entre los cuales hay algún director con los que tuvo que convivir durante años, que eso es mentira. Ni hablar, señorito: lo que queda en el Viejo Oeste no es la Historia (esa hágala usted, esa háganla ustedes, los envidiosos según imagen y semejanza) sino la leyenda. La leyenda siempre. Y la leyenda del M.P., como todas las leyendas es eterna (la Historia la van cambiando los ganadores y poderosos según les conviene, y eso no sirve para nada). Cada uno de sus artículos, dentro y fuera de El País, engrandece la leyenda. Aprenda usted, señorito, a escribir: beba en la leyenda, a ver si mejora. Estudié a M.P., al que usted le escribía unos tarjetones de amor que refrendaban la verdad de la leyenda y la mentira de usted. Ahí va, eterno, José Luis Martín Prieto, una leyenda del periodismo de la lengua española desde que empezó a escribir hasta que murió, hace unos días, en un hospital muy cerca de su casa de Galapagar, Madrid, donde había refugiado su inmensa calidad humana marginándose de cualquier vanidad ridícula. Sí, como me dijo una vez, "¡tú no sabes lo que duele el tren de la Historia cuando te pasa por encima!". Gracias por todo amigo. Por tu humanidad, tu lealtad, tu inmensa talla humano tu gran literatura, tu gran periodismo, tu grandeza.