Jeongmoon Choi: Drawing in Space-Connections, 2015

CCCB. Montalegre, 5. Barcelona. Hasta el 11 de diciembre.

En el marco del 700 aniversario de su muerte, se presenta en el CCCB de Barcelona una exposición dedicada a Ramon Llull (1232-1316), una de las figuras más enigmáticas y sugerentes de la cultura occidental. Puente entre las corrientes místicas, que atraviesan la Edad Media y el pensamiento de raíz platónica que se orienta hacia el Renacimiento, el universo de Llull constituye una síntesis que fusiona el racionalismo con la magia, la religión con la astrología o la alquimia. Un universo que se ha convertido en un referente para todas aquellas experiencias artísticas y poéticas que, como Dalí, Calvino, Cortázar y Cirlot, exploran los arcanos del conocimiento y la palabra.



Existe toda una tradición filosófica, de Athanasius Kircher o Giordano Bruno a Leibniz y Francesc Pujols que desde la Modernidad, reivindica la actualidad y el legado de Llull: una tradición que han investigado y dado a conocer eruditos y ensayistas como Frances A. Yates, estudiosa del Instituto Warburg que aprendió catalán para leer a Llull, o Ignacio Gómez de Liaño, poeta, escritor y filósofo.



Sin embargo, y a pesar de todos los referentes citados, Llull guarda secretos impenetrables, se resiste al análisis y desborda el examen. Aunque no soy un experto en el pensamiento luliano, intuyo que la monografía del comisario de la exposición, Amador Vega, Ramon Llull y el secreto de la vida (2002), a pesar de sus contribuciones, no ha dicho la última palabra sobre el tema. Curiosamente, el formato de la exposición abre posibilidades para una nueva aproximación a Llull.



El primer objeto que nos recibe al inicio de la muestra es un libro de Llull de gran formato -un compendio de sus obras en una edición de 1721- que, suspendido, como ingrávido, parece flotar en el espacio. Se trata de crear un efecto de portento o maravilla, de magia en el sentido más pueril del término, en el que se superan las leyes de la lógica y la percepción convencionales. Más allá del efecto pirotécnico, esta primera pieza y, en general, la obra expuesta en la exposición realiza una aproximación interesante al pensamiento al mundo de Llull, un universo eminentemente visual. Su obra principal, el Ars magna, incorpora una serie de diagramas con símbolos y letras con los que, mediante un sistema combinatorio de ruedas giratorias, se podían articular proposiciones de sentido. Esta auténtica "máquina de pensar", que él denominó ars combinatoria, se ha reivindicado como un precedente de la inteligencia artificial. Pero al margen de este detalle, nos interesa destacar que este dispositivo "para pensar" enlaza con la poesía visual.



Aun más, Ramon Llull forma parte de una tradición hermética, según la cual el misterio no se puede revelar. Llull era consciente de que no existe un idioma para hablar de lo trascendente y que lo críptico del lenguaje esotérico es necesariamente el reflejo del misterio del universo. De ahí el valor de las imágenes -al igual que la música o la poesía- para expresar el enigma. El mismo Llull decía: "A conciencia os pongo tales imágenes para que exaltéis vuestro entendimiento a entender, pues cuanto más obscura es la semejanza, más altamente entiende el entendimiento que aquella imagen entiende".



No se trata de un trabalenguas; es un método de conocimiento más allá de lo racional. La cita de Llull puede interpretarse de muchas maneras, pero me interesa destacar la capacidad de la imagen para la sugestión, su carga intuitiva, que la convierte en el instrumento idóneo para relacionarse con el misterio. La exposición aglutina obras de arte, melodías, textos, audiovisuales de muy diverso carácter (de Jeongmoon Choi, Antoni Tàpies, Jorge Oteiza, Salvador Dalí, José Maria Yturralde y Perejaume entre otros) pero que, en este contexto, se presentan como un "idioma de la imaginación" para hacer hablar el misterio. Esta es la aportación de la exposición y una de las lecturas posibles del universo luliano.