Instalación de Alguien, creyendo que hacía algo bueno, liberó a las serpientes

Museo Patio Herreriano. Jorge Guillén, 6. Valladolid. Hasta el 22 de mayo

Una horda carnavalesca se abalanza ante nosotros. La primera impresión es apabullante. Después, vamos reconociendo una procesión de ídolos. Mancillados, apenas son reconocibles. Los hay de toda clase y condición, de todas las religiones y culturas, en abierto mestizaje, también de nuestra sociedad de consumo e ídolos familiares.



Proceden de un gran archivo de imágenes que el artista y escenógrafo Enrique Marty ha ido recopilando en iglesias, templos y museos para someterlas después a una reproducción bizarra, con materiales sobrantes y de desecho en su estudio, a cargo de colaboradores ajenos al mundo del arte, que observan un instante la imagen antes de modelar su versión iconoclasta. En total, la instalación acumula apiñadas más de quinientas piezas. Una obra de obras, porque algunas tienen un interés plástico independiente, de una serie que el artista comenzó hace dos años y todavía no ha dado por terminada.



Ya en 2013 expuso una primera instalación con doscientas piezas en la colectiva Cultural Freedom in Europe, celebrada en Bruselas, donde acaparaba el interior de la fachada de cristal en la sede del The European Economic and Social Commitee, a modo de vitrina de un desfile de figurines, bajo el mismo título que aquí, La caída de los ídolos, en transparente referencia a El crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo de Friedrich Nietzsche, donde el pensador poco antes de perder definitivamente la lucidez presenta un "resumen de sus heterodoxias filosóficas esenciales", que sería el primer capítulo de la que imagina su obra magna, a la que entonces titula Transvaloracón de los valores. En suma "una gran declaración de guerra" contra todas las verdades, los ídolos cuya vaciedad constata cuando los ausculta con el martillo. También Marty nos hace escuchar el estruendo del sonido a hueco en el arte.



Porque tras la primera impresión, descubrimos que podemos rodear esta impactante instalación en la Capilla, en una suerte de deambulatorio que juega con la confusión entre contemplación estética y veneración de los fieles. Peanas cojas, con muletas, y vitrinas llenas de objetos variopintos nos recuerdan a dónde van a parar los objetos de culto de diversas religiones: a veces, a la basura, como los idolillos rastreros en el suelo. Otros, a museos etnográficos. Incluso son incorporados a museos de arte, esa nueva religión aurática denunciada por W. Benjamin después de la "muerte de Dios" decretada por Nietzsche, chivo expiatorio como Artaud que, desde su "cuerpo sin órganos" -como tantas de las figuras de Marty-, para "acabar con el juicio de Dios" inventó el teatro de la crueldad.



Desde el fondo, la precisa escenografía de Marty está articulada en torno a la psicogeografía del paseo de Nietzsche desde la Piazza del Castello por la calle que desemboca en el río Poo. Pasaje recreado en el film de Bela Tarr: el filósofo se habría abrazado al caballo maltratado que no quería marchar más, exclamando "Madre, soy bobo": instante de la irrupción de la crisis sin retorno. Y que en esta Caída de los ídolos se recrea con cajas de cartón con almenas y ventanitas iluminadas. En esta época de inmersión navideña, casi un gigantesco belén invertido, poblado de pecados capitales y demonios de los que hemos quedado huérfanos, sin la protección que nos brindaban en nuestras iglesias medievales. Iconos bárbaros como los maniquíes de Hirschhorn, con un poder brutal de seducción. Si pueden, vayan a verla a la tarde, en el crepúsculo.



@_rociodelavilla