Detalle de Pintura, 1933

Fundación Joan Miró. Parque de Montjüic, s/n. Barcelona. Hasta el 17 de enero

Sabemos que Joan Miró (1893-1983) tenía una particular fascinación por los objetos, por los enseres humildes, como una raíz de forma singular, una piedra encontrada en la playa y utensilios de la cultura popular y rural, como los "siurells" mallorquines que tanto le gustaban. Él sabía observar una fuerza misteriosa en ellos.



A priori, diríamos que esta disposición tan receptiva al objeto se relaciona con el Dadaísmo y el Surrealismo. De algún modo, en estos movimientos los objetos insignificantes son reivindicados como arte. Incluso para el Surrealismo, la calle está llena de signos que pueden encender una chispa en nuestro interior. Tan sólo hace falta una predisposición para descubrirlos o interpretarlos. Por esta razón, se ha dicho que la creación surrealista no es tanto inventar como encontrar o descubrir. Los surrealistas advirtieron la posibilidad de construir o crear artificialmente un tipo de objeto desconcertante que conectara con nuestro inconsciente.



Sin embargo, a la luz de esta singular exposición, patrocinada por el la Fundación BBVA, advertimos que la relación de Miró con el objeto es mucho más compleja. El mérito de la muestra consiste en seguir la trayectoria del artista con un hilo conductor, una noción amplia del objeto, que nos abre una perspectiva inédita y nos hace descubrir un Miró diferente. La exposición está comisariada por William Jeffet, jefe de exposiciones del Dalí Museum de San Petersburgo, en Florida, quien, además de conocer bien el contexto catalán y español, realizó su tesis doctoral sobre la escultura de Miró. La exposición relata cómo Joan Miró "asesina la pintura" (según la expresión que ya se ha convertido en tópico): el momento en que el artista, al final de los años 20 y principios de los 30, incorpora el collage y construye objetos en una orientación dadá y surrealista.



La muestra se inicia con un conjunto diverso de objetos humildes y cotidianos que proceden del estudio de Miró. Es una evocación al mundo de los Gabinetes de curiosidades, esta colección representa la inspiración o el punto de partida del artista, pues allí está contenido en estado germinal, su itinerario posterior. El objeto se introducirá en su pintura como collage, esto es, como un elemento extraño que invade la superficie del cuadro y desarrolla una especie de tumor que acabará por devorar la pintura misma o por salir del formato y expandirse. Es, efectivamente, el asesinato de la pintura, un proceso que concluye en la serie de lienzos literalmente quemados por el artista en 1973.



Es difícil explicar este canibalismo. Sin duda, existen razones externas, pero interesa señalar aquí algunas de las convicciones más íntimas del artista y que podemos seguir en toda su trayectoria: su desprecio por la belleza tradicional o por la idea de pintura como ilusión, su búsqueda de una pureza espiritual...



En cualquier caso, para Miró la pintura acabará por ser una superficie a la que dar martillazos. Pero si el cuadro ha devenido una ventana ciega que no da a ninguna parte, Miró descubrirá la tactilidad, la presencia y el contacto físico de las cosas y los materiales, algo que muy posiblemente está relacionado con el cuerpo, el fetichismo y el deseo de tocar. Si para Miró la pintura está vacía de contenido, existe, sin embargo, una dimensión mágica del objeto, como portador de un significado transcendente, idea que trasladará al ámbito de la escultura en su sentido más rotundo. El proceso es el siguiente: primero escoge objetos cotidianos y con ellos realiza una suerte de collage tridimensional que después (y esto es muy importante) traslada al bronce. Es decir, aquellos objetos banales reciben una dignidad artística y acaban por transformarse en arte. Muchos se vieron en la gran retrospectiva que hizo Miró en 1974 en el Gran Palais de París. Esta es la tesis de la exposición, que reúne más de 120 obras, distribuidas en seis ámbitos de estudio. ¿Sorpresa? Miró es antipintura, pero no antiarte.