Vista de la exposición con la escultura Abedul, 1993

Galería Elvira González. General Castaños, 3. Madrid. Hasta el 25 de junio. De 3.000 a 30.000 euros.

En lo que va de siglo, pues la primera exposición del austríaco Adolfo Schlosser (1939-2004) con Elvira González tuvo lugar precisamente en abril de 2000, ésta es la cuarta exposición individual que le dedica la galería. Las dos primeras, lo fueron en vida del artista, que falleció hace diez años. La tercera y cuarta han sido organizadas, pues, sin su colaboración y son exposiciones que, como en otras ocasiones atendiendo a Adolph Gottlieb o a Esteban Vicente, pequeñas retrospectivas que se fijan en distintas características del trabajo que hicieron.



Esta exposición se fija, fundamentalmente, en piezas cuyos motivos son el aire (dibujos de alas, veleros); el agua (dibujos de ballenas o la escultura Moby-Dick, paráfrasis de la cola del gigante marino, sobre la que el artista recomendaba observar); la tierra (composiciones fotográficas compuestas según el modelo de los nautilus, que recogen unas mágicas puestas de sol), y, por último, los árboles (tanto en los dibujos de la serie que dedica al centro del mundo, como en composiciones escultóricas). Cada sucesivo encuentro con el universo schlosseriano reaviva la conmoción sensitiva que supuso el primer acercamiento a su obra de mediados de los 70 en la galería Buades. Schlosser, junto a Eva Lootz, Mitsuo Miura, el todavía recién llegado de Estados Unidos Juan Navarro Baldeweg, y más lateralmente Nacho Criado, conformaron un colectivo que se definía por su capacidad y voluntad de hacer arte desde presupuestos materiales, de concepto e incluso de presentación ajenos absolutamente a los tradicionales, bajo la búsqueda de un nuevo marco de relación del individuo con los fenómenos de la naturaleza. De ellos, Schlosser se definía por la sutileza y elegancia de sus peculiares intervenciones sobre la piedra, el barro, el ramaje de los árboles, la piel curtida y la paja.



Hay una tendencia en la crítica a encuadrarlo en las prácticas del Land Art. Sin negarlo, creo que su proyecto iba un paso más allá de la propuesta estética y de su mera delimitación artística. Por otra parte, sus obras presentan tantas derivaciones posibles de lectura que es casi imposible reducirlas a una sola interpretación.



Un ejemplo, que me conmueve de modo especial en esta ocasión, es que la muestra incluye una pieza de 1990, Velero, que Alicia Murría y yo como comisarios incluimos en la exposición Espacio públicos-Sueños privados celebrada en las salas de la Comunidad de Madrid en 1994. Son únicamente cinco cañas de bambú curvadas por hilos de nylon y una piedra a modo de pedestal, de una infinita simplicidad llena de gracia. En realidad se trataba de la maqueta para un proyecto de intervención en el espacio público. Encargado para la nueva sede del Auditorio Nacional, el resultado final sería realizado en el mismo material, la caña de bambú, pero sólo en tres arcos enormes, "que vibrarían con el viento, proyectados hacia el cielo unidos por cables de acero, con una altura total de once metros que arrancaría de un bloque de piedra ubicado sobre una superficie de agua, que procuraría la humedad adecuada para que ésta fuera cubierta con musgo, integrando en ella las alteraciones dependientes de los cambios de las estaciones", dijo el artista. Nunca se llevó a término.



El denominador común de todas las piezas es algo más que el descubrimiento de la geometría subyacente a las formas naturales: la invención de una geometría inventada que revela el orden secreto del mundo.