Vista de Sala

Sala Alcalá 31. Alcalá, 31. Madrid. Hasta el 30 de marzo.

Hace 39 eneros una carambola llevó al inglés Brian Eno (1948) a descubrir su formulación de la música ambiental: aquélla que busca confundirse con el entorno cotidiano, que, en vez de procurar hacer especial el momento añadiendo estímulos para aliviar el peso de la normalidad, propone rebajar la agitación interior para sólo aportar matices sensoriales a la percepción de lo vulgar y ordinario, y así hacer de espacio en el que uno puede detenerse, reflexionar.



Semejante haz de nociones se convirtió en la principal guía que habría de seguir su obra. Agarrado a ellas, además, alcanzó otras que con el tiempo se han mostrado igual de importantes (amén de prolongar ese conducto que lo comunica con Satie, Duchamp y Cage, entre otros). Desde 1975, Eno ha sido inventor de entornos, programador de sistemas que una vez activados funcionan sin que él tenga que actuar, que se dejan en manos del espectador activo.



77 Million Paintings, proyecto que ahora puede verse en todo su esplendor en un excelente montaje en Madrid (tras haber pasado con más pena que gloria por Barcelona en 2007 y rodado por medio mundo), traduce varios de los intereses y especialidades de este investigador artístico: lo automático y ambiental, lo generativo y procesual, la interacción e intercambios entre espacio y tiempo, la confusión sinestésica entre visual y sonoro y entre lo intencionado y el caos circundante...



Lo que uno se encuentra en la oscuridad de Alcalá 31 es un espacio apenas interrumpido por postes iluminados cada uno con un haz que los vuelve irreales y por sofás donde los visitantes pueden sentarse, mientras suena una música discreta que parece la versión procesada de unas campanas de viento: siempre distinta pero muy parecida. Al fondo, suspendidas a cierta altura, doce pantallas planas rectangulares de distinto tamaño y orientación componen un mosaico digital con la forma de una especie de gran aspa sobre un cuadrado. En el suelo, un montón de arena que tan pronto parece metal precioso como un vapor o una superficie de plástico, según el tono de la luz cenital que lo ilumina.



En ciertas pantallas los dibujos y colores del patchwork van cambiando de modo gradual. Al entrar resulta casi imperceptible y da la impresión de que nada hay, además de unas vivaces pantallas y música ambiente. Pero a medida que uno va perdiendo la noción del tiempo y del espacio todo va cobrando vida y unas capas perceptivas se superponen a las anteriores. Las 360 imágenes (sobre todo pinturas abstractas) que Eno produjera durante dos décadas ahora son sólo datos en un algoritmo informático capaz de generar esos 77 millones de combinaciones por suma y sincronicidad. El autor desaparece entre unos espectadores que, tan sólo con detenerse y entrar en un estado contemplativo, participan en la creación de una obra efímera casi irrepetible. El vídeo se convierte en luz en movimiento y el sonido en espacio, en una inversión de la experiencia sensorial cotidiana que se ha dejado pasos atrás, en el bullicio exterior.



Esta propuesta de realidad paralela de Eno va más allá de la música visual y no está lejos del vitral de un templo sin culto, de un mándala sin símbolos que representar. Es un caleidoscopio y una llave o código que sólo se activa si sintonizamos nuestra mente. Esto permite tomar una distanciada consciencia de la complejidad, explorar lo efímero y acceder a un particular desvelamiento y profundización en las capas que conforman la percepción. Piérdanse ahí.