Vista de la exposición

Galería MaisterraValbuena. Dr. Forquet, 6. Madrid. Hasta el 27 de julio. De 1.200 a 12.000 euros.



En su última individual en el antiguo espacio de Maisterravalbuena titulada No future, Antonio Ballester Moreno (Madrid, 1977) apostó fuerte. Era muy arriesgado. También para sus galeristas que no dudaron en jugar con él. Muchos no lo iban a entender. No era fácil. Decidió mostrar algunos de los dibujos que hacía cuando era un niño. Unos dibujos que su madre había guardado con cuidado durante años. Sin embargo, la exposición no tenía una intención nostálgica, o no sólo. No consistía en mirar hacia un pasado irrecuperable y que siempre fue mejor, sino en hacerlo presente. Era, de algún modo, acabar un proceso. El comienzo se convertía en el final. Llevaba mucho tiempo intentando desaprender aquello que le habían enseñado y lo había logrado, casi. Casi porque sus obras se inscriben en esa tradición vanguardista que buscaba cómo romper con la academia en el arte de los niños y los locos, de los amateurs y lo vernáculo.



Sus árboles y sus ciudades, sus familias y sus casas, sus animales y sus arcoíris, sus indios y sus castillos de cuando tenía ocho años, no se distinguían tanto de lo que estaba pintando con treinta. Había podido olvidarse de lo que le habían dicho que había que mirar y de cómo hacerlo. No recordaba tampoco cómo le señalaron que tenía que representarlo. La educación, al menos una parte de la suya y de la nuestra, se había demostrado una forma de control. Las representaciones también los son: convenciones culturales que colaboran en la imposición de una forma de entender lo que nos rodea. Y Ballester Moreno eligió pintar como un niño para librarse, liberarse. Su modo de aplicar el acrílico sobre el lienzo, el bochazo repleto o la pincelada larga, los colores que utiliza, muy vivos, y sus figuras y paisajes, que llevan a otras edades y lugares, quieren hablar de libertad.



Vista de la exposición

Libertad de alejarse del concepto de producción que parece querer dominar hoy; apartarse de ser un artista que produce, como si trabajara en una cadena y lo hiciera en serie; distanciarse del artista que afirma que piensa y no siente, ¿por qué no sentir y pensar? Por eso en la actual individual en su galería, además de sus pinturas, ha incluido cerámicas. Cobre, cobalto y plomo se titula. El cobre que da el verde, el cobalto que se transforma en azul, y el plomo que cristaliza y provoca el brillo cuando se cuece una pieza en el horno. Ballester Moreno reivindica la artesanía, elige la técnica frente a la tecnología, y recupera la idea de oficio, del hacer, a través de esos jarrones y jarras que, dignificados sobre peanas -artes menores se las llamó en algún momento-, ocupan el centro de la sala, o del par de platos que cuelgan de las paredes como si fueran cuadros, a su mismo nivel, iguales. Con los mismos motivos que en las pinturas y con las mismas pinceladas -nunca fueron muy distintos, sólo había que fijarse-, logran ser ellas.



El barro, la arcilla, la naturaleza está también en los cuadros. En los campos de color, marrón, naranja y ocre, de uno de ellos. O en el amarillo de otro. Pinturas que junto a una de planos blancos y distintos verdes remiten a una época de la pintura americana, los últimos 50 y primeros 60, que estaba entre el sentir y el pensar y que aquí, rodeada de montañas, una cordillera entera, y de árboles, despojados o en flor, se hace particular. Un pájaro que se ha escapado de una de las jarras se posa sobre uno de los árboles. Puede que sea él el que esté mirando. Sobrevolando toda la exposición. Pintar como un niño, sí. ¿Cuál es la razón para no hacerlo?