Longmont, Colorado, 1979

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 20 de mayo.



Es difícil comprender la verdadera dimensión de la obra de Robert Adams (Orange, Nueva Jersey, 1937) sin pensar en la de su homónimo, Ansel, el gran nombre del paisajismo fotográfico estadounidense. Los dos autores parten de la idea del espacio natural americano y su grandiosidad, que hace que el sentimiento romántico vea en él la materialización de lo sublime. La diferencia radica en que mientras en las fotos de Ansel Adams vemos esa idea en todo su esplendor, aunque esté ya confinada a los parques naturales del gran Oeste, Robert nos muestra el final del sueño. Apenas los rescoldos que han dejado el paso del hombre (moderno) y la industrialización.



La obra de Robert Adams adquirió renombre a partir de la mítica exposición New Topographics, recientemente reconstruida por la George Eastman House y el Center for Creative Photography. Aquella muestra fue la declaración de principios de una nueva sensibilidad hacia el paisaje, plasmada en la obra del propio Adams, Lewis Baltz, Nicholas Nixon o Frank Golke, entre otros. Su característica común era el carácter deflacionario de su visión del entorno y la propuesta de una nueva mirada sobre el paisaje contemporáneo que busca desplazar el interés de la naturaleza virgen a la relación del hombre con su entorno. Desde entonces, Adams ha continuado calladamente su trabajo, construyendo una lectura moderna del Gran Oeste, que busca combinar la tradición del paisajismo americano con la realidad del territorio y que lo convierte en una figura clave para comprender el paisajismo contemporáneo.



Sin título, 1985-87

El aspecto de la retrospectiva que presenta el Reina Sofía, que producida por la Yale University Art Gallery hace en Madrid su primera escala europea, es el de una muestra dura, que, en cierto modo rechaza al público que se aproxima a ella sin una idea clara de lo que va a encontrar. Y eso que la fotografía de Adams, por su austeridad, casa a la perfección con el edificio de Sabatini. Marcos blancos, passepartouts marfil claro y fotografías en pequeño formato; muy pequeño formato, para la moda actual. Pero Adams, un artista que jamás viaja en avión, que durante muchos años se ganó la vida como maestro para poder tener mayor libertad, es además, un fiel seguidor de las tradiciones de la fotografía modernista. Las copias que presenta en sala son, generalmente, contactos de los negativos originales, sin mayor trabajo de laboratorio que el positivado directo. Todo ello según la directriz de Edward Weston (uno de sus referentes), para quien la imagen debe ser pre-visualizada en el visor de la cámara. El resto es mero proceso técnico.



Tampoco facilita la lectura de sus fotos la composición. A diferencia de Ansel Adams, quien realiza dramáticas interpretaciones del paisaje, en las que el aprovechamiento al máximo de la gama de contrastes crea contraposiciones de blancos y negros que dan profundidad y estructura a las fotografías, Robert Adams se inspira en los pioneros del paisajismo, como Tim O' Sullivan y sus fotos constituyen a menudo vistas, más que paisajes, siguiendo la terminología de Rosalind Krauss. La vista renuncia a la estructura de la representación en planos, marcados por el juego de luces y sombras, a la estética de lo sublime propia del Romanticismo para insertar la imagen en el ámbito de lo topográfico, de la descripción del territorio.



De ahí la luz plana, la falta de contrastes, la condición de espacio abierto de los espacios hacia los que Robert Adams dirige su cámara. Y la desaparición del concepto de Naturaleza virgen, clave en el ideario romántico. Como he mencionado al principio, Adams se sitúa al final del camino, en lo que ha quedado tras el paso del hombre por esa naturaleza que se mantuvo intacta hasta el XIX. Y nos la señala, en un juego de inmensa melancolía.