Autorretrato, 1615

El Museo del Prado inaugurará el próximo martes, 20, una de las citas del año. Se trata de la primera exposición dedicada en España a la pintura y dibujos de El joven Van Dyck y una de las mayores muestras dedicadas a este artista desde la celebrada en la National Gallery de Canadá, en Ottawa, en 1980. Patrocinada por la Fundación BBVA, reúne casi un centenar de obras, más de la mitad de ellas pinturas, de la prolífica producción del mejor discípulo de Rubens durante su adolescencia, allá por 1615. Con piezas llegadas de las mejores pinacotecas del mundo, entre ellas el propio Museo del Prado, que posee la mayor compilación de la obra temprana de Van Dyck y que ahora aporta cinco obras, esta exposición está organizada por Alejandro Vergara, Jefe de Conservación de Pintura Flamenca del Museo del Prado y Friso Lammertse, Conservador del Boijmans van Beuningen Museum de Rotterdam. El historiador del arte Fernando Checa la pone en contexto.

La exposición El joven Van Dyck que presenta el Museo del Prado en colaboración con el Museo Boijmans von Beuningen de Rotterdam, plantea uno de los temas más fascinantes que más intensamente ocupan en las últimas décadas a los estudiosos de historia del arte de épocas como el Renacimiento y el Barroco. Hablamos de las relaciones maestro-discípulo, de las maneras de trabajar en los talleres de los primeros y de la influencia y la presión de los encargos de comitentes y coleccionistas sobre el trabajo artístico. Cada vez se tiene más conciencia de la importancia del taller no sólo como centro de creación, sino como lugar de producción de obras, a veces en gran número, en un momento en el que la demanda de las mismas se hacía masiva y la moda por decorar palacios, iglesias, capillas y galerías con pinturas se había extendido desde Italia por toda Europa.



Ya hace varias décadas que un historiador como André Chastel escribía sobre "el gran taller de Italia" para referirse a la proliferación de centros de producción en Florencia y otros lugares de la Península itálica a finales del siglo XV, en un fenómeno que tuvo su momento culminante en el círculo de Rafael en la Roma de los papas Julio II y León X, y que no hizo otra cosa que crecer a lo largo del siglo XVI. Cada vez resulta más conocido un taller como el de Tiziano Vecellio en las décadas centrales de la centuria, así como el de otro pintor veneciano como Jacopo Bassano, que llegó a crear una auténtica industria familiar que llegó a atender demandas de muy diversos lugares de Europa. De todos es sabido, por otra parte, la profunda influencia que el comportamiento artístico de Tiziano tuvo en el ambiente flamenco de Rubens y ello no sólo a nivel estilístico y de transmisión de modelos y maneras de pintar, sino en el de actitudes y formas de concebir el trabajo y el encargo.



La caza del jabalí, 1618-1620 (detalle)

Otro de los efectos de esta manera de actuación artística ha sido el progresivo cuestionamiento, por parte de los historiadores, de la misma idea de originalidad. Producto más bien del profundo individualismo típico de la época contemporánea, en los siglos del Renacimiento y el Barroco la inspiración para composiciones, posturas de figuras, gestos, ademanes, rostros... en la obra de maestros anteriores, en dibujos y, sobre todo, en estampas y grabados fue continua y en modo alguno criticada. Rubens realizó versiones de prácticamente todas las obras de Tiziano, éste rehacía muy a menudo obras y figuras de Miguel Ángel, quien, a su vez, buscaba su inspiración en la escultura helenística. Un gran maestro estrictamente contemporáneo de Van Dyck como el español Diego Velázquez no dudaba en inspirarse en los grabados de Alberto Durero e, incluso, en alguna de las figuras de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.



El gran taller de pinturas del siglo XVII fue, sin duda, el de Pedro Pablo Rubens en Amberes que atendió a solicitudes no sólo de su país y de su entorno flamenco, sino a las muy numerosas de la corte española de Felipe IV, la inglesa o la francesa con amplios ciclos de pinturas como los que hoy contemplamos, sin ir más lejos, en el Museo del Prado donde se conserva, entre otros, la famosa serie para la Torre de la Parada, la más amplia que salió del taller de Rubens para el rey de España, o la serie dedicada a María de Medicis en el Louvre.



Es éste el ambiente en el que se formó el joven Van Dyck, un artista muy precoz que había nacido en 1599, el mismo año que lo hizo Velázquez. La precocidad del artista, una de las características que pretende destacar esta exposición, se demuestra con la obra que abre la misma, un Autorretrato de 1615, es decir, de cuando tenía quince años, así como por la gran cantidad de obras que realizó en Amberes, donde había nacido y donde estuvo hasta 1621, año en el que realizó su viaje a Italia. Es éste un hecho preceptivo en esta época para cualquier artista que se preciara, y más si se trabajaba en el entorno de Rubens para el que Italia, Venecia y Roma especialmente, resultaba una etapa y un momento imprescindible para la formación de cualquier artista que se preciara.



Sansón y Dalila, 1618-1620 (detalle)

Durante este relativamente corto período de tiempo, el joven artista realizó unas ciento sesenta pinturas, de las que la exposición del Museo del Prado nos muestra nada menos que cincuenta y dos, junto a cuarenta dibujos relacionados con esta etapa de su producción. Estos cuadros no fueron sólo retratos y obras de mediano formato, sino, en ocasiones, obras de gran envergadura y ambición como el famoso El Prendimiento del Museo del Prado, en el que Van Dyck se siente ya muy liberado de la influencia de su maestro Rubens. Esta obra es una de las más ambiciosas de esta primera etapa, la que más, y es una de las últimas realizadas antes de su viaje a Italia. En ella, podemos observar ya su gusto por las figuras elegantes y estilizadas, el dinamismo interno que otorga a sus composiciones y su peculiar uso del color y la pincelada en busca de un dramatismo barroco que, sin embargo, nunca alcanza la intensidad emocional de Rubens. En La coronación de espinas, una obra que también forma parte de las colecciones del Pardo, la deuda con su maestro es mucho mayor, indicando que nos encontramos en la primera etapa de su producción.



La contemplación de esta exposición en el museo madrileño permite, con todo, el continuo cotejo con la obra de su maestro, la lucha, tan presente en esta pintura, por distinguirse del mismo, y la evidencia no sólo de la mayor creatividad del primero, sino de la pasión vital que Rubens ponía en su obra, que en el caso de Van Dyck es sustituida por el estudio, la investigación de posturas, gestos y actitudes mucho más formalizadas y, en cierta manera, rebuscadas. En Rubens fluye incontenible la vida del hombre y la historia y gusto por la pintura, mientras que en Van Dyck nos encontramos ante un sofisticado estudioso del rostro humano, de las texturas pictóricas y del elitista gusto de las clases aristocráticas del Barroco. Pero ya en obras muy tempranas como El Sileno ebrio, magnífico préstamo del Museo de Dresde, podemos apreciar ya la fuerza, el interés y la temprana madurez del artista en el tratamiento de las figuras de la mitología clásica, mientras que en su Martirio de San Sebastián volvemos a la manera estilizada y elegante que le caracterizará toda su vida.



El prendimiento, 1620-1621 (detalle)

Al contrario que otras exposiciones de este tipo , la preocupación de los comisarios, Alejandro Vergara, Jefe de Conservación de Pintura flamenca en el Museo del Pardo y Friso Lammertse, del Boymans van Beuningen de Rotterdam, no ha sido tanto la de precisar atribuciones y autorías, como la de constatar y estudiar un fenómeno artístico como es el de las características de la creación y el del surgimiento de una potente personalidad como la de Van Dyck en un taller importante. Por eso, han centrado su acertado trabajo en constatar y tratar de explicar lo complejo de las abundantes creaciones juveniles del artista en relación con la impactante presencia de Rubens. En la exposición vemos pinturas muy dependientes de modelos y maneras del maestro junto a otras en las que deliberadamente quiere separarse de él.



Este forcejeo entre juvenil discipulado y deseo de emancipación, crea una tensión estilística y formal que es uno de los mayores atractivos de la selección que el Prado nos presenta, que nos permite gozar con el estudio de un pintor todavía en ciernes, pero que es capaz de realizar obras de la intensidad de La lamentación, con otras de sorprendente madurez como algunas de las ya mencionadas previas a su partida para Italia.



Van Dyck premanecerá siete años en el país del sur, con estancias en lugares como Génova y Sicilia donde, al calor de los grandes maestros, a los que estudiará en su famoso Cuaderno italiano, alcanzará su madurez pictórica que abarca todos sus géneros, llegando a obras maestras en todos ellos, fundamentalmente en el retrato. La exposición del Museo del Prado, que rinde tributo a uno de los grandes pintores de la colección a menudo eclipsado por la personalidad de Rubens, se cierra con un homenaje de Van Dyck a este último, un homenaje que, a la vez, es un excelente retrato: el de Isabel Brandt, mujer de Rubens, del que las fuentes de la época nos dicen que se trata de un retrato del discípulo poco antes de su partida. Junto al excelente retrato de Susana Fourment y su hija Clara del Monte, ambos préstamos de la National Gallery de Washington concluyen esta exposición, cuyo espíritu podemos continuar por las salas flamencas del Museo del Prado. Una fabulosa colección, en realidad la mejor que existe, y en parte todavía custodiada en los almacenes, que estamos deseando ver colgada en sus salas en todavía mayor cantidad en próximas fechas.