Image: Sorolla, costumbrista

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Exposiciones

Sorolla, costumbrista

Sorolla, visión de España

22 noviembre, 2007 01:00

Castilla, la fiesta del pan

Centro Cultural Bancaja de Valencia. Hasta el 31 de marzo

Las grandes pinturas realizadas por Sorolla en Nueva York han sido ya visitadas en Valencia, en la nueva sede de Bancaja, por miles de espectadores. Francesc Fontbona, de la Biblioteca de Cataluña, especialista en el arte del cambio de siglo e invitado de excepción a la muestra, analiza la cara y la cruz de este imponente conjunto.

El conjunto más ambicioso realizado por Joaquín Sorolla, los catorce plafones murales al óleo que pintó para una sala especial de la Hispanic Society de Nueva York, están ahora en Valencia, expuestos ante el público coterráneo del gran artista, después de muchas décadas de no moverse nunca de su emplazamiento americano. Fue un encargo monumental -el plafón más grande, el dedicado a Castilla y León, mide casi catorce metros de base-, que ocupó al pintor entre 1913 y 1919, y que por ser su obra de mayor envergadura y estar pintada en la última etapa de su vida, se la considera algo así como un testamento del artista.

Se trata de una obra múltiple sin duda muy importante, pero también es un conjunto que tiene sus sombras. Técnicamente es impecable, pues Sorolla, artista que nunca se relacionó con el modernismo, como lo hicieron Regoyos, Zuloaga y no digamos la mayoría de los catalanes de su tiempo -Casas, Rusiñol, Anglada-Camarasa, Nonell, Mir-, era un pintor que dominaba su oficio al máximo, pero conceptualmente en esta realización concibe un conjunto más bien tópico.

Sorolla se planteó aquí explícitamente dar una visión completa de la España "actual", y lo que le salió fue una visión folclórica. Pensar que la España "actual" de 1913 a 1919 se representaba mediante hombres y mujeres vestidos con trajes regionales o practicando actividades y costumbres atávicas es perfectamente lícito pero inexacto. Sorolla dio en esta amplia serie un magnífico recital de un costumbrismo no muy distinto del que podría haber dado el romántico Valeriano Becquer medio siglo antes, y servido a través de un realismo luminoso más acorde con la estética pre-impresionista que con las inquietudes en ebullición que afloraban en la España convulsa de aquellos años. Aquella no era una España tranquila y apacible, sino la que presenció la crisis de las Juntas Militares de Defensa, la Asamblea de Parlamentarios en Cataluña o la huelga general revolucionaria, en el plano político, así como la llegada del Dadaísmo de la mano de sus creadores o de los Ballets Rusos de Diaghilev, con elementos de extremo vanguardismo a cargo de Pablo Picasso, en el plano artístico. Y no olvidemos que internacionalmente aquellos años en los que Sorolla pintaba su espléndida pero escenográfica visión de España eran los mismos que en el mundo se vivía nada menos que la revolución rusa.

El enorme conjunto de Sorolla tiene un paralelo cronológicamente estricto en los murales que Joaquim Torres-García realizó para el Saló de Sant Jordi del Palau de la Generalitat, en Barcelona. Nada tenían que ver estos murales de un uruguayo en Cataluña, pintados también desde 1913, como los de Sorolla, con los del valenciano en Nueva York. Sorolla pasó por Barcelona en busca de "exteriores" para su plafón de Cataluña, mientras Torres pintaba al fresco su magna obra, y el valenciano quiso visitar a su colega, al que halló en lo alto de un andamio, servidumbres de trabajar en aquella técnica histórica. Era el mes de septiembre de 1915, y el encuentro fue cordial pese a las diferencias evidentes de estilo y de concepto que había entre los planteamientos artísticos del uruguayo y del valenciano. Las pinturas idealistas de Torres estaban en las antípodas del realismo ilusionista de Sorolla, daban cuerpo a la entonces pujante corriente del Noucentisme y estilísticamente eran hijas del sintetismo nabí. Las cinco primeras eran exponente de un especial idealismo, pero la sexta, esbozada en 1917 y que no se llegó a ejecutar por desagradar profundamente a los políticos que asumían el encargo, representaba un giro abierto de Torres hacia una visión, esa sí, plenamente "actual", con grandes citas plásticas del mundo industrial, una evidente división de la sociedad entre capital y trabajo, y una plástica que viraba hacia el constructivismo, y que demostraba que Torres no había sido nada insensible a los acontecimientos que se vivían en España y en el mundo en aquel momento.

La visión de España de Sorolla, pues, aún siendo magnífica, estaba entonces ya fuera de época, aunque sin duda encajaba perfectamente en el historicismo que impregna el espíritu de la Hispanic Society de Nueva York a donde estaban destinadas, una benemérita fundación repleta de tesoros bibliográficos y artísticos españoles, institución hija de la pasión y la fortuna de un filántropo hispanista llamado Archer M. Huntington, que como buen extranjero tenía de España una concepción mediatizada por las visiones arquetípicas consolidadas.

Y aparte de todo esto, la visión pictórica de Sorolla aún resulta menos real si tenemos en cuenta que los catorce plafones están acompañados en Nueva York por nada menos que treinta y seis retratos de españoles ilustres de aquella época, que el pintor realizó entre 1904 y 1920, entre los que la mayoría, una veintena, corresponden a literatos. Pretende aquella serie, sin demasiadas excepciones, poner rostro a lo más representativo de la cultura española viva. Pues bien, el hecho es que ninguno de aquellos literatos escribía en otra lengua española que no fuera el castellano, lo que en una época en la que las literaturas catalana y gallega, por lo menos, vivían un innegable apogeo, arroja una visión cultural de España sin duda amputada, algo que por desgracia fue y sigue siendo aun hoy un defecto demasiado habitual cuando se pretende presentar la personalidad española. En definitiva, al margen de lo pictórico, la visión de España de Sorolla geográficamente está entera, como está mandado, pero en lo cultural es notoriamente incompleta.

Francesc Fontbona