Image: Priscilla Monge, relaciones agonísticas

Image: Priscilla Monge, relaciones agonísticas

Exposiciones

Priscilla Monge, relaciones agonísticas

30 junio, 2005 02:00

Amo mi arte, 2005

Juana de Aizpuru. Barquillo, 44. Madrid. Hasta el 30 de julio. De 5.000 a 16.000 e

En una serie anterior de obras, titulada Pizarras, Priscilla Monge (San José, Costa Rica, 1968) —fichada por Juana de Aizpuru tras ser seleccionada por Harald Szeemann en The Real Royal Trip y La alegría de tus sueños— se daba repetidamente consignas para tener un comportamiento "normal" y alejarse de los excesos de la "histeria femenina". El personaje que la artista interpretaba entonces, y que sigue asumiendo, es el de una mujer de pasiones desmedidas obligada por el medio social (se entiende que regido por valores masculinos) a mantener el control sobre sí misma, consiguiéndolo solo a medias. Es una mujer que comunica su malestar por medio de mensajes escritos, que aparecen —bordados, dibujados, grabados— en cartas, encerados, lápidas, juegos de café y, ahora, espejos. En pintura inicialmente, y luego en fotografía, escultura y vídeo, se escenifica un drama teñido de ironía, con algunos episodios más persuasivos que otros.

En la primera sala de la galería se expone una nueva reelaboración (¿van ya demasiadas?) de un trabajo que se remonta al año 2001, The artist reveals mystic truths (en alusión a Bruce Nauman). Un grupo de personas ha estado tomando café, y las tazas han quedado sobre la mesa, vestida con manteles finos o, como aquí, con un tapiz antiguo. En el curso de esa ceremonia social, alguien ha escrito en el interior de las tazas frases como "La historia es cosa de vida o muerte", "La representación es cosa de vida o muerte"... también lo serían, dice ese comunicante, la poesía y la lengua. Sentencias que son, como poco, melodramáticas. El hambre y la opresión, la violencia y la enfermedad, física y mental, son cosas de vida o muerte; sólo asociadas a alguno de estos males podrían ser mortales la representación y demás.

La tendencia melodramática se entremezcla con la locura narcisista en la segunda serie que presenta en esta exposición, en la sala más grande. Son fotografías de espejos pomposamente enmarcados, en cuyo azogue se han rayado declaraciones de amor propio. Amo mi arte, Amo mi nombre, Amo mi vida, Amo mi sexo y, apoteósica, Amo mi muerte. Es muy difícil fotografiar espejos, que se suelen fingir con gradaciones de grises, como parece que se haya hecho aquí, y no se ha logrado el efecto de superficie reflectante; tal vez habría sido más eficaz haber presentado el propio espejo grabado, en vez de su reproducción. El diseño tipográfico y compositivo de los "mensajes" hace uso de letras antiguas, y de elementos gráficos tomados de la iconografía cristiana (el corazón con la corona de espinas) o de la heráldica (las cabezas enfrentadas, las filacterias), al estilo de los vetustos lemas caballerescos. Entre estas sustituciones del reflejo, una gran fotografía de un campo de fútbol dibujado sobre un mantel verde: un emblema de las relaciones agonísticas que se establecen entre el sujeto y su reflejo, o de la competición despiadada, pero sometida a un reglamento, que tiene lugar en torno a la mesa (haciendo referencia a la serie antes citada).