Image: La cámara secreta

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Exposiciones

La cámara secreta

3 julio, 2002 02:00

Tintoretto: Susana y los viejos

Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Hasta el 29 de septiembre

En 1838 desapareció del joven Museo del Prado la llamada Sala Reservada, que había reunido desde 1827 un conjunto de más de setenta cuadros de desnudos, procedentes en su mayoría de la Real Academia de Bellas Artes, adonde se habían cedido para el estudio de los futuros artistas, como "academias" de acceso restringido, tras purgarse las colecciones reales por orden de Carlos III y Carlos IV. La dirección del museo acababa de "desactivar" la valencia erótica de unas imágenes, para disolverla en el conjunto de las obras de la institución, al tratar los desnudos sólo como obras de arte, como cualquier otro producto pictórico, y reordenarlas en función de su pertenencia a una determinada escuela y al catálogo de un artista, Durero, Tiziano, Tintoretto, Veronés, Rubens, Annibale Carracci, Guido Reni, Francesco Furini, Goya.

La exposición La Sala Reservada y el desnudo en el Museo del Prado, de la que es comisario Javier Portús, conservador del museo, ha reunido dos decenas largas de lienzos, del Adán y Eva del pintor alemán, pasando por la Dánae y La Bacanal del veneciano, El rapto de Europa del flamenco y Lot y sus hijas del florentino, hasta las Majas del aragonés, todos ellos cuadros del Prado. Esta interesantísima muestra intenta recuperar no sólo aquella sala masculina decimonónica sino los gabinetes y camerinos de desnudos que se habían reservado en ciertos períodos de nuestra historia en algunos palacios o casas de algunos nobles que, como el Marqués del Carpio, el coleccionista de la velazqueña Venus del espejo, gozaron de fama de libertinos más que de eruditos. Unos y otra habían surgido, se nos dice con razón, para preservarlos del recelo del resto de la sociedad y disfrutar de forma más íntima de sus valores artísticos y narrativos, así como para sustraer de la circulación unas obras que sus dueños y la sociedad a la que pertenecían consideraron moralmente dañinas. Como resultado de esta efímera reorganización de esta serie de cuadros de primerísima fila, se nos invita a asistir de nuevo a los peculiares "diálogos" formales que se establecerían en tales salas de desnudos, tan diferentes y de tan altas cotas de calidad, y a reflexionar sobre otro diálogo pictórico, esta vez el que establecieron algunos artistas, como Rubens, delante de algunos de los cuadros de Tiziano que copió en Madrid, con sus antecesores en el manejo de las carnes desnudas.

La exposición presenta otros aspectos de interés. Es difícil imaginar hoy la capacidad de turbación que tuvieron las imágenes de mujeres y, secundariamente, de hombres desnudos en el pasado. La era de los museos y la estética, a partir de la Ilustración, ha tendido a exorcizar el arte de la representación erótica, convirtiéndola en un producto estético en el que la belleza artística de su propia representación agotaría la de sus modelos de carne y hueso. Se cuelgan junto a un santo, una batalla o un personaje engolado; no se contemplan tras el ritual de su desvelamiento al descorrer una cortina; incluso, hemos perdido el hábito de reconocer en sus composiciones "actos" mucho más subidos de tono que los que contemplamos, pero que en el pasado eran convenciones artísticas que funcionaban como sucedáneos de una explicitud casi imposible para no convertir a estos cuadros en pasto de las llamas.

En el pasado de la época Moderna, como de otras, se atendía tanto a la belleza de la obra como a las "bellas" en ella representadas. Los españoles del siglo XVI se embelesaban ante las cortesanas venecianas, llegaran a amarlas o sólo a admirarlas, y encargaron a sus maestros su pintura más o menos desvelada. Y eran conscientes del poder de las imágenes de los desnudos, "lascivas", aunque las atesoraran mientras se santiguaban. No es muy seguro que el camerino que Tiziano recomendaba a Felipe II para reunir sus poesie (de la que se muestra la Dánae y la copia de Rubens de su Europa) llegara a existir jamás; el rey, prudente, se deshizo de muchos desnudos erotizantes; no olvidemos que eran objetos de lujo y de gran valor económico y político para los que pudieran y quisieran apreciarlos, aun a sabiendas de que sus ojos podían pecar y ser más tarde perdonados.

Se podrá criticar quizá esa recuperación de una mirada masculina que puede ser tachada incluso de machista; pero no podemos olvidar que estos cuadros son testimonio de unas formas históricas de erotización del ser humano, cambiantes en su tratamiento compositivo y cromático, pero sobre todo en la variedad de sus formas de presentar, a los ojos y a las yemas de los dedos, la textura de una cadera, la compleja curvatura cóncavo-convexa de una cintura, la calidez o la turgencia nacarada de una epidermis, el pudor o el descaro en una mirada. Estos artistas crearon el imaginario erótico de cada siglo y es hora de que podamos ser conscientes de ello sin coartadas.

Fernando Marías