Decía el pintor Cy Twombly que no quería pintar la representación de algo, sino hacer la pintura misma. Algo así persigue Miguel Marina (Madrid, 1989) en la sala 8 del Museo Patio Herreriano. Sus techos altos y su naturaleza alargada han impuesto una producción de formatos dispares –los mayores alcanzan los seis metros– combinados con otros más íntimos, situados al principio y al final de la exposición.
La pintura de Marina se resuelve en pinceladas fragmentadas e incómodas sobre la tela, en una suerte de caligrafía que se repite una y otra vez como testimonio de una memoria muscular, del recuerdo del gesto. Podríamos decir que su pintura se busca únicamente a sí misma, partiendo de imágenes mentales, en un baile de formas.
Sus lienzos evocan paisajes inciertos –aunque el artista reniegue de ellos aludiendo a la naturaleza abstracta de sus imágenes– que nos devuelven al impresionismo, especialmente a Monet, a sus nenúfares (1897-1926), y también al cuadro fundacional del movimiento: Impresión, sol naciente (1872).
La pincelada ágil, la composición dispersa y el estallido de un color disonante –en Monet el naranja; en Marina, el amarillo– conectan a este artista con la historia del arte y lo diferencian de los colores toscanos, ocres y tierras que caracterizaban, hasta ahora, su producción.
Su trabajo discurre en la búsqueda de lo incómodo, en una narración abstracta de las superficies, y, sin embargo, los títulos sugieren tiempos y lugares concretos. Ahí está Perfil egipcio (2025), que remite a un contexto y a una atmósfera específica, como si el cuadro evocara la erosión del viento del desierto.
Miguel Marina: ' De todas formas', 2025. Roberto Ruiz
Es cierto que estas piezas han sido creadas ex profeso para esta exposición, cocinada durante dos años, y que las telas, inmensas, piden ser paseadas: hay que recorrerlas con calma, saludarlas de perfil y de frente, dejar que el cuerpo mida la escala. Sus grandes dimensiones te abrazan y te circundan creando una suerte de experiencia inmersiva, como si buceásemos por el fondo de un pantano al atardecer.
Las piezas pequeñas, por el contrario, aluden a un estadio primigenio: protoformas que nadan en un líquido amniótico, células en fase de división. Su sencillez e ingenuidad no carecen de ritmo; laten como un balbuceo infantil que inventa formas caprichosas, como inscripciones jeroglíficas recién desenterradas de una civilización desconocida.
Vista general de la exposición. Foto: Roberto Ruiz
Su metodología de trabajo se construye desde un “estar haciéndose”. Asume los errores de series anteriores y los metaboliza –de una u otra manera– como paso intermedio hacia lo que está por venir.
El artista trabaja como un continuum de un mismo acontecimiento pictórico que, por cierto, continuará en la galería Nordés, en enero del próximo año, antes de consolidar su nuevo fichaje en la madrileña Maisterravalbuena. Entre tanto, queda esta cartografía de manchas, veladuras y resplandores: una escritura del gesto en el tiempo, una pintura que no ilustra nada y, sin embargo, lo convoca todo. Marina nos recuerda que el cuadro no es una ventana sino un campo de fuerzas: el resultado de unas tensiones para siempre irresolubles.
