La historia del arte avanza en oleadas que primero indignan y luego abren caminos. En 1601, los carmelitas de Santa Maria della Scala rechazaron la Dormición de la Virgen de Caravaggio por “falta de decoro”: el cadáver de María resultaba demasiado humano, demasiado tangible; sin embargo, aquella ruptura situó el realismo lombardo en pleno corazón del Barroco.
Dos siglos y medio después, la Olympia de Manet, expuesta en el Salón de 1865, desató un coro de insultos —“vulgar”, “inmoral”— porque osaba mirar de frente al espectador y borrar el velo de la idealización académica de la representación femenina.
El siglo XX hizo del escándalo su laboratorio. En 1917, Marcel Duchamp envió un urinario firmado “R. Mutt” a la Sociedad de Artistas Independientes; fue rechazado por indecente y, en ese acto de censura, inauguró el arte conceptual .
Setenta años más tarde, Andrés Serrano sumergió un crucifijo en su propia orina y fracturó la frontera entre lo sagrado y lo blasfemo, reavivando el debate sobre el mecenazgo público y la libertad creadora. Cada estallido mediático, lejos de sofocar la obra, le concedió una segunda vida: la del mito.
Jean Cocteau lo formuló con precisión quirúrgica: "Ce que le publica te reproche, cultive-le : c’est too" (“Lo que el público te reprocha, cultívalo: eso eres tú”). Ese imperativo revela la naturaleza productiva del escándalo: no un mero choque, sino un motor que obliga a repensar los límites y, al hacerlo, a expandir el vocabulario de la belleza.
Pablo Picasso – Les Demoiselles d’Avignon (1907)
Picasso: 'Las señoritas de Avignon', 1906-1907. Foto: MoMA
Cinco cuerpos angulosos desnudos inauguran la modernidad cubista y rompen, de un machetazo, con la seducción clásica. Frente a los desnudos académicos, Picasso coloca prostitutas, la carnalidad cruda de un burdel barcelonés y, con ella, el vértigo de las máscaras africanas, la herejía de Cézanne y la sombra de El Greco.
Georges Braque —que terminaría escalando la misma montaña junto a él, la Montaña Sainte-Victoire, de la que surge el cubismo de la pincelada de Cezanne— confesó que ver la obra fue “como beber queroseno para después escupir fuego”.
Marcel Duchamp – Fountain (1917)
Marcel Duchamp: 'Fountain', 1917. Foto: Alfred Stieglitz, Private Collection
Un urinario volcado que representaba una virgen firmado como “R. Mutt” se interpretó como una burla y una crítica a los límites y definiciones del arte, cuestionando si cualquier objeto, al ser sacado de su contexto y presentado como arte, podía ser considerado como tal.
Con aquel ready-made, aquella pieza adaptada de la realidad, Duchamp cambió la pregunta “¿cómo se hace arte?” por “¿quién decide qué es arte?” una sentencia que inauguró el arte conceptual.
Al ser retirada de la exposición, Fountain posó para Alfred Stieglitz como una diva dadaísta (en la foto). Y en The Blind Man (una revista vanguardista de corta vida publicada en Nueva York en 1917, editada por Marcel Duchamp, Henri-Pierre Roché y Beatrice Wood) respondieron: “Que el Sr. Mutt lo haya hecho con sus manos o no, no tiene importancia. Él lo eligió”.
Damien Hirst – The Physical Impossibility ef Death in he Mind of Someone Living (1991)
Un tiburón tigre, suspendido en formaldehído, transforma la vitrina del museo en pecera: el depredador acecha inmóvil y nosotros —parados ante él— flotamos en la conciencia de nuestra propia mortalidad.
Damien Hirst: 'La imposibilidad de la idea de la muerte en la mente de alguien vivo', 1991
La prensa británica tituló: “£50,000 for fish without chips”, mientras el mercado, años después, pagaba millones por el escualo remozado. A quien le reprochó que “cualquiera” podía hacerlo, Hirst respondió: “Pero tú no lo hiciste, ¿verdad?”.
La polémica de convertir un animal real en obra de arte se incrementó cuando el formol, parece que no del todo bien formulado, hizo que el tiburón comenzara a pudrirse, por lo que hubo que reponerlo; Lo que acrecentó la polémica entre el original y la copia, la espectacularización del arte y su precio, que alcanzó los 12 millones de libras.
El gesto, financiado por Charles Saatchi, convirtió a aquel animal congelado en símbolo instantáneo de los Young British Artists. El propio artista lo explicó con desarmante franqueza: "Quería un tiburón lo bastante grande para comerte, y en una cantidad de líquido tal que pudieras imaginar que estabas dentro del tanque".
Carolee Schneemann – Interior Scroll (1975)
Anthony McCall, thirteen photographs of Carolee Schneemann, Interior Scroll, 1975. Stockholm: Moderna Museet. © Carolee Schneemann. Photo: Estate of Carolee Schneemann/Galerie Lelong & Co./Hales Gallery/PPOW Gallery.
El 29 de agosto de 1975, en Ashawagh Hall (East Hampton) Sheemann subida a una mesa, se pintó el cuerpo con barro, leyó un fragmento de su libro Cézanne, She Was a Great Painter y, en un momento suspendido entre lo ritual y lo político, extrajo lentamente de su vagina un estrecho rollo de papel.
El texto respondía a un cineasta que la acusaba de “exceso de sentimientos” y “desorden personal”. Así nació Interior Scroll, una acción que desplazó el centro de la creación artística al cuerpo femenino y convirtió la anatomía en manifiesto feminista.
Anthony McCall, photograph of Carolee Schneemann, Interior Scroll, 1975. Stockholm: Moderna Museet. © Carolee Schneemann. Photo: Estate of Carolee Schneemann/Galerie Lelong & Co./Hales Gallery/PPOW Gallery.
El público —mayoritariamente mujeres artistas— osciló entre la fascinación y la incomodidad, mientras la prensa gritaba “obscenidad” y el veterano iconoclasta Marcel Duchamp la tachaba de “mesa” (desordenada). Schneemann lo resumió después: "Pensé en mi vagina de muchas maneras física, conceptual: como forma escultórica, referente arquitectónico y fuente de conocimiento sagrado".
Aquel gesto, percibido como provocación, abrió la puerta a una genealogía de performances —de Judy Chicago a Valie Export— que reclamaron la experiencia encarnada como motor del arte contemporáneo, demostrando que el escándalo puede ser una fuerza generativa.
El cuerpo deja de ser tema para convertirse en texto vivo, viscera y verbo. “No quería sacar un rollo de mi vagina y leerlo en público, pero el terror cultural a ese gesto lo hacía imprescindible”, recordaría años después la artista.
Édouard Manet – Olympia (1863)
Eduard Manet: 'Olympia', 1863
El ataque fue inmediato. Jules Claretie afirmó en Le Figaro: “¿Qué es esa odalisca amarillenta, esa modelo recogida quién sabe dónde?”. Otros críticos compararon la piel de Olympia con “cera cadavérica” y avisaron a las mujeres embarazadas de que no se acercaran al cuadro.
Proust, amigo del pintor, confesó que la tela se salvó “solo gracias a que la administración la colgó fuera del alcance de los paraguas y los bastones”. El escándalo no era el desnudo —la mitología llevaba siglos desnudándose impunemente—, sino la identificación explícita de la modelo con el comercio sexual parisino: en la jerga del XIX, “Olympia” era un alias habitual de cortesanas de lujo.
Su defensor más lúcido, Émile Zola, contraatacó: “Nuestros pintores fabrican venus que mienten; Manet nos ofrece una verdad: la fille de nuestro tiempo”. La Olympia inauguró la modernidad del descaro.
Santiago Sierra – 160 cm Line Tattooed on 4 People (2000)
Santiago Sierra: '1502 Personas cara a la pared. LÍNEA DE 250 CM TATUADA SOBRE 6 PERSONAS REMUNERADAS' Diciembre de 1999. Espacio Aglutinador, La Habana (Cuba) © de las obras: Santiago Sierra, VEGAP, Madrid, 2024
Cuatro trabajadores sexuales, adictos a la heroína, reciben el pago exacto de una dosis para dejar que la aguja les tatúe una línea continua a lo largo de la espalda. Santiago Sierra inaugura un modo de trabajar conceptual-social con piezas muy duras que provocan una reflexión radical sobre la naturaleza y las condiciones del trabajo.
“La autocrítica te hace sentir moralmente superior”, dirá el artista, “yo proporciono a la alta cultura el mecanismo para descargar su culpa”. Una pieza incómoda que pone precio —y cicatriz— al cuerpo ajeno. Unos la han tildado de imagen de tortura y otros de genialidad.
Tracey Emin – My Bed (1998)
Tracey Emin: 'My bed', 1998. Foto: Tate Gallery
Otro de los Young British Artists que acaparó portadas en los 90 con el apoyo del magnate publicitario Saatchi. Emin traslada a la sala de exposiciones su propia cama después de cuatro días de alcohol, llanto y ruptura sentimental —sábanas manchadas de sangre menstrual, colillas, botellas vacías de vodka, preservativos usados, un test de embarazo—.
Ella decidió que ese nido de derrota era ya una obra de arte. Convirtió así la intimidad en ready-made confesional: donde la intimidad brillaba en los residuos.
Exhibida para el Turner Prize de 1999, la cama provocó portadas sensacionalistas y, de propina, un happening improvisado: dos performers se lanzaron sobre el colchón para “mejorar la obra” a almohadazo limpio.
Sherrie Levine – After Walker Evans (1981)
Sherrie Levine: 'After Walker Evans', 1981
En 1981, Sherrie Levine se plantó ante un catálogo del fotógrafo Walker Evans, enfocó su cámara sobre aquellas fotografías tomadas en 1936 y disparó; luego presentó los nuevos positivos—idénticos salvo por el grano añadido por la copia—con el título After Walker Evans. Lo que parecía un gesto mínimo detonó un debate global sobre la autoría de las imágenes y la fragilidad de la “aura” moderna.
Levine no ocultó la operación: “re-fotografiar” era la obra. Sus 22 gelatinas de plata, colgadas en la galería Metro Pictures de Nueva York, reproducían sin retoques la mirada documental de Evans, pero firmadas ahora por una artista de la llamada Pictures Generation. La pieza funcionaba como espejo invertido: donde Evans mostraba pobreza rural, Levine exhibía la precariedad de la autoría.
La provocación se inscribía en una ola crítica que Douglas Crimp había bautizado “Pictures” en 1977, donde Cindy Sherman o Richard Prince cuestionaban los códigos visuales apropiándose de ellos. Levine llevó la estrategia al extremo: ni recorte ni montaje, solo repetición literal.
La respuesta fue feroz. El Estate de Walker Evans amenazó con demandar por infracción de copyright; finalmente compró toda la serie para controlar su circulación, un movimiento que transformó la querella en adquisición y subrayó la paradoja de un mercado que protege el original comprando la copia.
Levine, consciente de la carga sexista del canon fotográfico, explicó en 1986: "Como mujer, sentía que no había lugar para mí… Todo el sistema del arte celebraba objetos del deseo masculino. ¿Dónde podía situarme yo?". Al reproducir a Evans, colonizaba un icono masculino y convertía la falta de “espacio propio” en acto de ocupación simbólica.
Su declaración más célebre—un guiño directo a Roland Barthes—condensa el proyecto: “El sentido de una pintura está en su destino, no en su origen; el nacimiento del espectador se paga con la muerte del pintor”. La polémica, lejos de agotarse, inauguró la era del apropiacionismo posmoderno.
