Fernando Botero se nos ha ido inesperadamente. La semana pasada seguía pintando y trabajando diariamente, ya con el ánimo recuperado, tras el fallecimiento el pasado mayo de su queridísima esposa, la escultora griega Sophia Vari.

El 6 de septiembre me había escrito, pues explorábamos la idea una exposición en Agrigento (Sicilia), aunque me decía que quizás no estaba con las fuerzas para una exposición de esculturas monumentales.

Conocí a Fernando hace más de 25 años en su estudio de Pietrasanta, en la ciudad italiana donde creaba sus esculturas y donde, todos los veranos, se reunía toda la familia Botero para celebrar la vida, algo que siempre quiso expresar en su pintura: la importancia de vivir.  

Tuve el honor de tratarlo mucho y en muchos lugares del planeta, de realizar exposiciones de su obra y de traer su colección privada a España, a la Fundación Santander, antes de que la donara a su Colombia natal para crear el museo que lleva su nombre. Fernando era de una generosidad tan inmensamente enternecedora como los personajes que creó en su pintura.

Para Fernando, el arte era su razón de ser, su estilo de vida. Cuando le preguntaba qué hacía el día de su cumpleaños, me decía “lo celebro pintando”. Nació en una Colombia sin tradición pictórica, pero por instinto supo que el arte era su destino, y por instinto —desde sus primeras pinturas en los papeles del pescado que su madre traía del mercado— comenzó a pintar con volumen.

Tardó más de 20 años en encontrar su estilo. Nunca se rindió y siempre luchó contra multitud de estereotipos y malentendidos

Quiero rendirle homenaje al hombre genial y al innovador maestro, al artista que inventó el volumen del siglo XX basándose en los pintores renacentistas, y que confrontó directamente cuando le dieron una beca para ir a estudiar Italia mientras se recorría la Toscana en moto y en bicicleta. 

Me contaba que había pintores que encontraban su estilo en un año, pero que él había tardado más de 20 en encontrarlo. Fernando nunca se rindió y siempre luchó contra multitud de estereotipos y malentendidos.

[Botero o el fin de la modernidad]

Cuando, tras descubrir en México lo que sería su estilo, se fue a Nueva York, capital en aquellos años 60 del arte moderno, con 100 dólares en el bolsillo. Apenas hablaba tres palabras en inglés y se presentaba: “I am a painting”. Fue allí cuando, tras tres años sin galería —pintaba a contracorriente del estilo abstracto dominante— y vendiendo casi al peso sus dibujos, ocurrió lo inesperado: una exposición de la Mona Lisa en el Metropolitan coincidió con la compra de su cuadro titulado Mona Lisa por el MoMA y la prensa confundió unos y otros y su reconocimiento comenzó a crecer.

También sería un pionero en exponer esculturas en la calle, con aquella maravillosa primera exposición que hizo en París en los Campos Elíseos en los 70, en la cual la multitud acariciaba, como a él le gustaba, sensualmente sus obras.

Fernando Botero ha sido seguramente uno de los pintores más populares del siglo XX y ello ha tenido sus pros y sus contras. Se sentía tremendamente feliz cuando veía las larguísimas colas para visitar sus exposiciones. Siempre recordaba con asombro cómo, en medio de la nieve de París, había cientos de personas esperando a entrar en el Grand Palais. Era un símbolo de que lo que hacía era apreciado.

Pero esa popularidad inmensa fue malentendida por otra parte de la crítica de arte. A veces no se supo o no se quiso ver que detrás de ese estilo innovador y único que lo definía, y que se reconocía inmediatamente, había capas y capas de sabiduría.

Se sentía tremendamente feliz cuando veía las larguísimas colas para visitar sus exposiciones

El maestro Botero era un hombre que no se daba importancia y que, como los grandes artistas que buscan la excelencia, siempre se estaba cuestionando. Había estudiado a los grandes maestros de la historia, adoraba visitar museos del mundo y tenía un conocimiento apabullante de la Historia del Arte. Había muchos años de búsqueda y de cuestionamiento detrás del maravilloso estilo de volúmenes y colores magistrales de Fernando Botero.

"Soy un pintor de la vieja guardia, al que le gustan los pinceles, el olor a trementina, incluso pinto a veces con traje de chaqueta", me decía. Cada mañana se levantaba, deseoso de llegar a su estudio y comenzar a pintar. Y en su piso de Nueva York, que tenía el estudio al lado, incluso se iba con el pijama porque no podía esperar más.

[Fotogalería: sus obras más emblemáticas en España]

Hasta hace unas semanas me señalaba: "Me doy cuenta de que me quedan por resolver muchos problemas de la pintura. Cuanto más pinto, más cuestiones me surgen".

Era un hombre de vida regular, que solía pasar los otoños en París o Nueva York, el invierno en México o Colombia, la primavera en Montecarlo (donde desde la pandemia no se quiso mover), septiembre en una isla de Grecia… Y allá donde iba, tenía un estudio donde trabajaba.

Fernando disfrutaba también de la vida, le encantaban los buenos vinos y decía que solo tenía un capricho: su Rolls-Royce de los años 60, que utilizaba para pasear por las noches en Nueva York y del que se sentía muy orgulloso, pues lo había conseguido con mucho esfuerzo.

Hay muchos años de búsqueda y de cuestionamiento detrás del maravilloso estilo de volúmenes de Botero

Hay muchas lecciones que aprender del maestro Fernando. Nunca se rindan, celebren la vida bailando con ella.

El maestro Botero, el colombiano más universal, que siempre proyectó a Colombia en su obra, me confesaba que le gustaría morir como Picasso, con el pincel en la mano y en cierta forma así ha sido.

Querido Fernando, querido maestro. Ahí va mi eterno agradecimiento.