HereditasGonzalo Borondo. Museo Esteban Vicente. Plazuela de las Bellas Artes. Segovia. Comisario: José María Parreño. Hasta el 26 de septiembre

No es esta una exposición al uso. Imaginen una enorme instalación, perfectamente hilvanada a lo largo de los cuatro pisos del Museo Esteban Vicente de Segovia, la luz tenue y de fondo el zumbido constante y lejano de una campanada. Esta atmósfera marca nuestro tránsito por las salas, nos insufla un cierto aire místico, como si nos adentráramos en una especie de catedral contemporánea. Para muchos, el artífice de esta magna experiencia resultará un total desconocido. Gonzalo Borondo (Valladolid, 1989) viene del arte urbano y apenas ha estrenado la treintena. Hasta su vuelta a Segovia, hace un par de años, había trabajado principalmente en espacios abandonados imbuido por el espíritu moderno de los juegos ópticos sobre los que continúa creciendo en esta exposición.

La entrada es apoteósica, y no porque las obras sean estridentes sino porque las palabras del texto de introducción del comisario, el crítico José María Parreño, nos zarandean por completo: "Los cristianos rezan a la estatua de un santo, buscando protección. Lo llamamos fe/ Los paganos hacían lo mismo ante el tronco en que se tallaba. Lo llamamos superstición/ Nosotros, visitantes de un museo del siglo XXI, veneramos la institución que nos proporciona esta experiencia. Lo llamamos cultura/ Es la creencia más rara de las tres y si no nos lo parece es porque es la nuestra". Le sigue una instalación con un San Agustín de Hipona de espaldas con su rostro reflejado en un espejo y una proyección de motivos vegetales alrededor. Deja a la vista la trasera de la figura de tal forma que lo que más llama la atención es el enorme tronco de árbol sobre el que se ha tallado la imagen. Nos recuerda, paganamente, que no somos "polvo" sino naturaleza.

Una exposición impactante, experimental, que no dejará indemne al visitante, conecte con su estética o no

Le sigue un retablo hecho enteramente con materiales reciclados, viejo mobiliario y otros elementos. Parece increíble pero las columnas salomónicas son neumáticos retorcidos. Hay cajones, cerraduras y varios vídeos proyectados en las hornacinas. Todas estas piezas están en la primera sección de la muestra, 'Hierba', a la que siguen 'Piedra', 'Carne' y 'Éter'. Están cosidas por una personal estética entre neogótica y barroca desde la que el artista aborda las cuestiones fundamentales de nuestro tiempo. En la primera de ellas, y arriesgándonos a que este texto caiga en la simplificación, encontramos una preocupación por el medioambiente en ese reciclaje y en la introducción constante de elementos vegetales. La segunda, 'Piedra', está vinculada a la propia historia del edificio que acoge el museo, un palacio del siglo XV. 

En 'Carne', posiblemente la más impactante de todas ellas, nos enfrentamos a cuestiones relacionadas con el animalismo. Está iluminada con unos tubos de neón que nos meten de lleno en un espacio híbrido entre carnicería siniestra e instalación fluxus a la que accedemos a través de unos cortinajes y un juego de luces que tienen algo de Boltanski. En las paredes cuelgan varias pinturas de gran formato, bodegones de caza de generosas dimensiones sobre mallas de restauración que imitan a los tapices en su cenefa y su composición. Los trazos son amplios, cargados de materia, pero lo que más sobrecoge es la pieza central: un gran bulto cubierto por un trampantojo de alfombra. 

Vista de la sección 'Éter'. © Roberto Conte

El recorrido se cierra, a falta de una coda final abajo, con el bosque de cristales de 'Éter', en el que las imágenes de cuerpos de figuras sagradas y profanas –de San Sebastián a la Virgen con el niño o Venus– se van encendiendo y apagando. Muchos de ellos están incompletos, otros se mezclan y nos hacen pensar en cuestiones de identidad. Veo también resonancias aquí del trabajo de Marina Núñez.

Sorprende la riqueza de los materiales, empezando por las imágenes degradadas por el tiempo y la luz rescatadas del archivo de su padre, restaurador de obras de arte, así como ese espíritu colaborativo que Borondo hace visible en todo momento. Ha entendido el espacio no solo como arquitectura sino también como Historia. Hace aflorar ese pasado en una exposición diferente, experimental, impactante que no dejará indemne al visitante, conecte con su estética o no. El trazo de todas las pinturas dialoga con sus proyectos urbanos y con la intervención en las vallas publicitarias de Segovia que realizó hace un año (Insurrecta). Permanezcan atentos a las cunetas de las carreteras que rodean la ciudad.

@LuisaEspino4