Se ha autodefinido como “soldado del arte” y hoy la performance posiblemente sería algo residual en el arte contemporáneo sin el combate permanente de Marina Abramovic (Belgrado, 1946). Nadie como ella ha luchado por su institucionalización y por su mercantilización. Ha plasmado sus performances en vídeos, fotografías e instalaciones. Y ha llevado la performance a museos y a teatros, al cine y a la música pop. Como nadie, ha defendido la unión de arte y vida. Con poderosa energía ha mostrado la fragilidad del ser humano, y que solo somos piel y huesos, emociones y gestos. También ha usado su cuerpo como material de experimentación mística. Llevarlo todo al límite le ha acarreado admiración, y críticas. 

Cuando presentó su primera pieza en 1973, Ritmo 10, repiqueteando con un cuchillo el intersticio entre sus dedos, la performance comenzaba a declinar en el marco del desmaterializado arte conceptual: la proeza fue hacerlo en la Yugoslavia (Serbia) comunista de Tito, de la que huyó tres años más tarde. Con Ulay, introduciéndose en museos, exploró y mostró todas las vías posibles para salvar la identidad propia en el mimetismo devorador de la pareja. Después de doce años, su separación, en 1988, tras recorrer los 2.500 kilómetros de la Muralla China, él desde el desierto de Gobi y ella desde el Mar Amarillo, en la performance titulada The Lovers, acabó siendo el colmo del romanticismo. 

Luego, durante años, Abramovic puso a prueba su piel y su cuerpo, tumbada sobre el hielo y rodeada de fuego, hasta el desmayo. En Balkan Baroque, sentada sobre una pila de huesos de animales, que lavó durante seis horas y cuatro días, le valió el León de Oro en la Bienal de Venecia en 1997, uno entre numerosos premios. 

Cuando otra vez la performance parecía desfallecer, en 2005, no se le cayeron los anillos para repetir performances de otros artistas, ya consagradas en los manuales de historia del arte contemporáneo, como Genital Panic de Valie Export, mostrando de noche con las piernas abiertas su pubis desnudo rodeada por el público en el centro de la espiral del Guggenheim neoyorquino. Y volviendo a sus raíces, honró el poder de recias mujeres del campo en rituales ancestrales de fertilidad. 

Hace diez años llegó su consagración en el MoMA: la gran retrospectiva con decenas de jóvenes rehaciendo sus viejas performances incluyó la nueva pieza The Artists is Present: Marina haciendo ostentación de su férrea disciplina, a la edad con que otros se jubilan, pasó ocho horas al día durante un mes sentada mirando a los ojos a los miles de visitantes que hicieron colas interminables; el clímax máximo fue el reencuentro inesperado de Ulay. Un fenómeno registrado en un documental y distribuido en el circuito de cine comercial. En 2012, en el ahora recién premiado Teatro Real de Madrid, pudimos ver el espectáculo Vida y Muerte de Marina Abramovic, con dirección de Bob Wilson, la interpretación del gran Willem Dafoe y el músico trans Antony. Ha colaborado con otros músicos top del pop, como Lady Gaga, a quien ayudó a dejar de fumar, y Jay Z, con quien disputó derechos de reproducción de un videoclip. Actualmente dirige el elitista Marina Abramovic Institute (MAI), radicado en Nueva York, para formar a jóvenes artistas con talleres en residencias ubicadas en lugares sencillos y paradisiacos, a quienes exige ayuno, silencio y experiencias extremas. Con tanta celebridad fuera del mundillo del arte contemporáneo, bastantes críticos la denostaron, venían a decir: “ya no eres de los nuestros”.

En 2014, en la rueda de prensa que se celebró con motivo de su exposición en el CAC Málaga, Holding Emptiness, enfadó a las feministas: “No soy feminista. Odio esta idea de ser feminista. Soy artista, no una mujer artista… Hablar de arte feminista es situar a la mujer en un gueto. Aunque recriminada, la diva no supo dar explicación del sexismo estructural del sistema artístico y cultural que las posterga, sobre todo si se declaran feministas. Todavía.

Por fin. Marina Abramovic es la primera artista plástica premiada en la modalidad Artes en la 40 edición del Premio Princesa de Asturias. Hay otras premiadas: pertenecientes al mundo del teatro y de las artes escénicas. Y otros muchos: en las primeras décadas, cuando el Premio Príncipe de Asturias tenía todavía un alcance hispano y a lo sumo, iberoamericano, se concedió a los artistas plásticos Pablo Serrano, Eusebio Sempere, Antonio López, Eduardo Chillida, Jorge Oteiza, Antoni Tàpies, Roberto Matta, Sebastiao Salgado y ya en 2003 a Miquel Barceló; el último, en 2017, a William Kentridge. Una de once. Con seguridad, para la concesión su perfil de performer y su popularidad mediática han sido decisivos. Ahora bien, su obra y su legado son irreductibles. Amiga de España, ya que ha pasado largas temporadas en Ibiza, será un placer volver a verla en Oviedo, imponente, a sus 74 años.

En una vieja performance, mientras se cepillaba enérgicamente el pelo y sin descanso, el lema era: “el arte debe ser bello, la artista debe ser bella”. Valiente, bella, tenaz, subversiva, maestra.

@RocodelaVilla1