Mickey Mouse y John Lennon, clones y zombis, heavies y cantautores, y David Bowie custodiando las llaves de este inmenso Jardín de las delicias como si fuera Marte. Hasta allí ha viajado el escritor Agustín Fernández Mallo para recorrer esa colección de imágenes extrañas que pintó El Bosco y otros tan camaleónicos con él. Let's Dance!

De lo primero que me di cuenta nada más abrir la verja del jardín es de que aquel lugar era el más prometedor en el que nunca había estado. Se trataba de la verja de la última puerta, la del Infierno. Vi tambores, flautas y metrónomos; deduje que se trataba de un concierto o algo así. Alguien me recordó a Lady Gaga, otros a los ancianos Kiss, tan pintados ellos. También vi a un legislador que, sentado, y con un pergamino sobre sus piernas de una ley recién redactada, estaba siendo seducido por un cerdo disfrazado de monja: aquí también hay corrupción, me dije; es tranquilizador llegar y sentir la familiaridad de un sitio. Avancé hacia el jardín central, ése que llaman de las Delicias, donde el pecado mismo acontece; éste ya no me gustó tanto. Mucho pecado a medias, un quiero y no puedo. En mi intento de atravesarlo me topé con un búho gigante que recordaba vagamente a John Lennon; vaya plaga los músicos, están en todas partes. Alguien me tocó la espalda, me giré. Un tipo desnudo, de cara sexualmente indiferenciada, me habló como si fuera el mismísimo David Bowie: "¿te gusta mi canción Life on Mars?", dijo. Para hacerme el entendido, respondí tarareando un verso de esa canción: "Mickey Mouse ha crecido y ahora es una vaca", y él dijo a su vez: "así es, amigo, tras la inocencia de la infancia, oculto nos espera lo monstruoso". Me atreví a tutearlo:



-David, menudo lío tenéis aquí montado, me largo al jardín del Edén, que aún no lo he visto, indícame el camino.



-¡Ni se te ocurra!, quédate con nosotros, en ese Edén sólo encontrarás cantautores, aquí lo pasarás mejor, conozco bien esto, El Bosco me dejó como albacea y administrador del territorio.



-No sé, David, los cantautores me gustan, a su manera también son mickey mouses convertidos en vacas.



-Sí, sí, pero nada comparable a este jardín central.Y, por supuesto, ni se te ocurra regresar al Infierno, allí sólo hay heavies viejunos y artillería comercial extravagante.



-De acuerdo, David, me quedo contigo.



En un gesto de invitación a caminar a su lado, cogió mi mano y comenzó a decirme que lo bueno de ese jardín central es que lo tiene todo, lugar donde se dan las verdaderas mutaciones. De ahí había extraído él inspiración para sus constantes metamorfosis, y como si de un guía turístico se tratara, me fue señalando el completísimo catálogo de seres.



-Mira allí arriba, a lo lejos, están los zombis, que como sabes son más bien torpes y actúan en manada, como las tribus musicales o las generaciones literarias. Un zombi que actúe en solitario es un zombi muerto. En mi etapa de Berlín, yo también fui zombi; y no estuvo mal.



-Aquí mismo, a nuestra izquierda están los clones. Ya sean hombres o mujeres tienen todos la misma cara. En la industria farmacéutica los clones están muy bien, copias genéricas de medicamentos, que los abaratan, pero en la música es la MTV; un desastre. En literatura creo que les llamáis best selleristas. Cuando compuse Let's Dance fui pionero de clones. No me arrepiento.



Continuamos entre bosques de cuerpos, que él apartaba con un solo movimiento de dedos. Al llegar a un lago se detuvo.



-Mira esa nave que flota, ahí están los alienígenas, recién aterrizados. Naturalmente, no son alienígenas, en realidad se trata de un espejismo, una suerte de holograma cultural: nuestro inconfesable deseo de, como especie dominante en la Tierra, ser conquistados por otras criaturas, ser completamente humillados para ver qué se siente estando del lado de los vencidos. Creo que a mí me meten en la categoría alienígena desde que hice el disco Ziggy Stardust.



-No, no, David, tú estás en todas las categorías al mismo tiempo.



-Gracias, amigo, gracias. Te mereces ver todo esto.



No habíamos avanzado ni cien metros cuando se frenó en seco:



-Ahí tienes otra célebre mutación: el vampiro. Míralo en su ataúd-burbuja. Parece que va a besar a esa mujer, pero no, está libando, lleva siglos libando sangre, de modo que es un caníbal, quiere acabar con la especie humana.



-De mi música -continuó- han libado también tantos y tantas que he perdido la cuenta, por no hablar de las descargas en la Red, aunque, en realidad, ¿no somos todos un poco vampiros?, ¿acaso no he bebido yo también la sangre de muchos otros?



Le noté inquieto.



-Sí, sí, por supuesto -dije-, todos libamos de donde podemos. Mis palabras parecieron pacificarle. Regresamos a la orilla del lago, me señaló con el dedo una criatura.



-Ahí está el cyborg, el más humano de todos. Los hombres y las mujeres siempre hemos sido cyborgs, una suma de prótesis imperfectas pero eficaces: ropa, maquillaje, artefactos electrónicos. Incluso el lenguaje es una prótesis tecnológicamente imperfecta, de ahí que un cyborg nunca esté terminado del todo, como la buena literatura y las buenas canciones siempre se halla en proceso de composición, ¿estás de acuerdo conmigo?



-Por supuesto, David. Estoy pensando en la portada del disco en la que un rayo atraviesa tu cara. Y en tus ojos, uno de cada color. Ahí estabas más cyborg que nunca.



-Y tú estás en todo, amigo, no se te escapa una. Ven por este sendero, te has ganado contemplar nuestro fruto prohibido, la más perfecta de las criaturas metamorfoseadas, nuestro experimento transgénico, nuestro particular Gregor Samsa.



Avanzamos. Tras unas flores gigantes y unos unicornios, apareció; era diminuto.



-¿Has visto qué cara tiene, tan serena, tan en paz?, dijo.



Lo observé unos segundos, y me salió decirle:



-Pareces tú en tu último disco, cuando haces de Lázaro.



En sus ojos asomaron lágrimas. Me susurró:



-Llévame al jardín del Edén, con los cantautores.



@FdezMallo