La novena edición de Manifesta reflexiona sobre la relación del arte y el carbón durante el siglo XX.

Manifesta 9. Genk, Bélgica

En la segunda planta del imponente edificio de la antigua mina de carbón de Waterschei, cerca de la ciudad belga de Genk, la artista Ni Haifeng (1964) ha introducido un inmenso montón de jirones de tela ya inútiles que han sido transportadas desde su China natal, retales que se volverán a unir para formar un enorme "patchwork". Es, por tanto, un recorrido inverso al de la lógica de los sistemas de producción contemporáneos en los países occidentales, cuyos residuos son trasladados a China aprovechando un clamoroso vacío legal. Es una pieza descomunal, que plantea una metáfora de algo que resulta esencial para comprender el tema central esta nueva edición de Manifesta, una exposición que explora el cambio de paradigma económico impuesto por el rodillo capitalista y recupera la memoria romántica del proletariado en el marco de la producción del carbón.



La inversión de esta lógica que plantea la artista china, tiene su eco en el formato expositivo elegido por el equipo curatorial, liderado por el mexicano Cuauthemoc Medina, que ha huido de la diseminación que caracteriza este tipo de evento bienal, habitualmente articulado en varias sedes, como en la edición anterior celebrada en Murcia y Cartagena. Medina ha querido concentrarlo todo en el edificio de Waterschei, privilegiando el concepto de "exposición" frente al de "festival", y, consecuentemente, subrayando una metáfora de lo vertical frente a lo horizontal a la luz de los nuevos sistemas económicos. Curiosamente, son otros dos trabajos centrados en la economía china los que abundan en esa descentralización que provoca el capitalismo globalizado. Las fotografías de Paolo Woods nos informan de la cada vez más consolidada presencia de empresas chinas en el continente africano y de la creciente sintonía comercial entre unos y otros, mientras que la instalación de Jota Izquierdo evoca el fluir desatado de la mercancía en su Capitalismo amarillo.



Realmente, ninguno de estos dos proyectos me resulta especialmente fascinante, pero ambos conectan con esa horizontalidad diseminada a la que Cuauthemoc Medina se quiere oponer con su nostalgia de lo vertical y su memoria de un proletariado que, durante un siglo, puso el mundo en funcionamiento desde la negra profundidad de los túneles de extracción.



La idea de estrato, tan ligada al mundo de la minería, vertebra el sentido de la exposición, que, bajo el título The Deep of the Modern (que podríamos traducir como "la profundidad de lo moderno"), se despliega de manera concisa y certera en los tres niveles del edificio. En el primer piso puede verse una exposición que no es tanto de arte como de historia y patrimonio. Explora el pasado de la mina, con objetos personales de sus empleados o tentativas artísticas de los trabajadores, como las cabezas de un español llamado Manuel Durán que desde muy joven descendió a minas andaluzas antes de trasladarse a Alemania y luego a Bélgica, donde ingresó en una mina próxima a Waterschei. En esta sección, que podría ser metáfora de lo más profundo de la mina, se encuentra también la obra de Lara Almárcegui, la recuperación de un proyecto realizado en Genk hace 8 años que tiene como objetivo preservar una zona verde impidiendo así su urbanización. Si entonces firmó un contrato para asegurar la no urbanización en diez años, su presencia en Manifesta ha permitido la prórroga de ese contrato por dos años más y otorga a la artista la opción de participar en cualquier negociación. Su inclusión en esta parte de la exposición, dedicada al patrimonio, y no en otra es sin duda un acierto curatorial.



El segundo piso es una lectura histórica de la relación entre el arte y el carbón a lo largo y ancho del siglo XX. Hay alguna que otra joya, como una pieza de Broodthaers que se enfrenta con un clásico de David Hammons en uno de los mejores diálogos de la exposición. Está también The Battle of Orgreave, de Jeremy Deller, una inclusión en principio algo obvia pero muy reveladora al tocar un tema candente en la historia del proletariado británico de los ochenta. Como muestra colectiva quizá no sea el mejor ejemplo de rigor conceptual, pero tal vez no sea esa tanto la intención como la de consolidar la tradición del carbón como material y como alegoría del proletariado en un peldaño inferior a la eclosión postmoderna y al rugir furioso del capitalismo.







En uno de los mejores proyectos de esta Manifesta, Rossella Biscotti, omnipresente estos días con exposiciones en media Europa, ofrece un logrado espacio de transición entre el segundo y el tercer nivel. La joven italiana compró en subasta una cantidad de cobre procedente de una antigua planta nuclear lituana que transformó en un sistema de cableado que dota de electricidad a todo el edificio de Waterschei, un ejercicio que evoca el tránsito entre la producción en la guerra fría y la de nuestros días. El también joven artista Antonio Vega Macotela, plantea un ejercicio de transformación del material que en relación a Biscotti invierte lo funcional por lo metafórico. Juntos proponen, también, un muy sugerente diálogo.



Ya en el piso de arriba nos espera un conjunto de trabajos recientes que exploran diferentes formas de acercarse, desde el arte, a situaciones y contextos derivados de la producción capitalista. Aquí tenemos alusiones a la alineación del trabajador en una divertida performance de Ante Timmermans, en la que certifica el anodino proceso de taladrado de hojas A4 y su clasificación en archivadores mientras el confeti sobrante forma una pequeña montaña. Funciona muy bien cerca del esloveno Tomaz Furlan, con sus esculturas protésicas que evocan la ley del mínimo esfuerzo. En la mente de todos está, claro, el sufrimiento enconado de los mineros. Oswaldo Maciá y el tándem formado por Mikhail Karikis y Uriel Orlow se acercan al sonido de las máquinas, el primero desde una perspectiva primaria, como pre-lingüística, y los segundos desde una posición más lúdica y poética que no está exenta de contenido crítico.



Asistimos a un buen número de trabajos en vídeo, como el de Duncan Campbell y su monumental reflexión en torno al Delorean, un modelo de automóvil que incidió poderosamente en la vida social de quienes formaron parte de su producción. Alexander Apóstol hace referencia, como es constante en su trabajo, al diálogo entre la tradición artística de la modernidad venezolana en el marco de la perversión de eso tan extraño que llamamos "democracia". Es un trabajo ambicioso y también logrado.



Nos abruma en nuestro recorrido la inmensidad de un espacio quebrado que interconecta las dos plantas superiores, permitiéndonos saltar entre las diferentes nociones temporales que determinan la complejidad nuestro estatus económico, político y social a la luz del que le precede. Ya al final de la gigantesca última sala, Claire Fontaine resuelve la dialéctica entre la ambición moderna y su propio fracaso con un texto en neón que alude al desastre de Chernobyl. Es, sin duda, una metáfora concluyente de enorme calado.