Thomas Hirschhorn: Mondrian Altar, 1997
El PS1 se suma a los eventos que desde el mundo de la cultura se organizan para recordar el 11 de septiembre. El comisario Peter Eleey ha reunido más de 70 trabajos de 41 artistas de generaciones y procedencias diversas.Puede sonar contradictorio pero ésta no es una exposición sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001. Así podría parecerlo, con un título tan rotundo y directo, pero el asunto sólo es tratado de un modo tangencial. Es, precisamente, esta forma de aproximarse al tema, tan crítica como reflexiva y poética, una de las claves del discurso de su comisario, Peter Eleey, quien prefiere más bien desgranar las razones por las que el 9/11 no ha sido tratado con la debida profundidad por el arte contemporáneo. Además, el hecho de no dirigirse literalmente al asunto permite apuntar factores que alcanzan muchos otros ámbitos, no tan específicos, que enriquecen la experiencia. Del trabajo de Eleey hemos hablado en repetidas ocasiones en este sitio. Siendo comisario del Walker Art Center de Minneapolis realizó The Quick and the Dead, y una vez nombrado comisario del PS1 firmó The Talent Show en la institución de Queens. Su interés por el arte de los sesenta se materializa en los recurrentes diálogos generacionales que plantea en sus exposiciones. Se impone también una muy sugerente inclinación hacia los intersticios, hacia los vacíos que dimanan de la imposibilidad de apresar lo real en su plenitud, hacia los puntos ciegos, en definitiva, que llaman la atención de los espectadores exigiendo de ellos una toma de postura. September 11 reúne, en este sentido, muchas de las estrategias que de un modo recurrente han aparecido en su trabajo.
La exposición está formada por más de 70 trabajos de 41 creadores de generaciones diferentes. Trabajos de artistas históricos del siglo XX como Diane Arbus, Gordon Matta-Clark o George Segal, clásicos vivos como John Chamberlain, Ellsworth Kelly o Alex Katz, y figuras indispensables del arte contemporáneo internacional como Thomas Hirschhorn, Susan Hiller o Harun Farocki, tratan de explorar la habitabilidad de un mundo que, sabemos, es otro desde que los aviones fundamentalistas se incrustaran en el corazón mismo de Occidente. Eleey es consciente de que sí se han realizado trabajos en torno a los ataques si bien ninguno ha sido verdaderamente memorable, como si el arte hubiera perdido su capacidad para detenerse ante los grandes asuntos de nuestro tiempo. Afirma a este respecto -contaba en una entrevista reciente- que en el proceso de elaboración de su discurso afloró esa idea recurrente desde las décadas centrales del siglo XX que cuestionaba la opción de representar el terror, de decir lo indecible. Valoró asimismo por qué el arte no había logrado producir imágenes tan brutales como las que los terroristas, que no son artistas (o sí, al decir de Stockhausen), produjeron ante los ojos atónitos de dos tercios de la población mundial en aquella mañana soleada de septiembre. Inmerso en la profundidad de las cavilaciones que han dado lugar a esta exposición, Eleey lamenta que los artistas consideren que el asunto del 9/11 está demasiado politizado como para tomar partido, sobre todo teniendo en cuenta que el SIDA también constituyó un impacto enorme a mediados de los ochenta y que los artistas sí se volcaron entonces con la causa. Y también, concluye en su texto del catálogo, se pregunta, rotundo, por qué va a ser él el responsable de la aparición de imágenes en torno a los atentados cuando la propia administración estadounidense las ha estado negando sistemáticamente, al igual que mucha otra información sobre sus políticas post 9/11 en Iraq, Afganistán o Guantánamo. El único trabajo que ha seleccionado es un collage de Ellsworth Kelly, Ground Zero, 2003, en el que uno de las clásicos trapecios monocromos del pintor norteamericano cubren el espacio dejado por las torres como si de una gran extensión de césped se tratara. Eleey tal vez haya querido plantear una alusión velada a la modernidad y a sus ideales frustrados a través de la geometría, una de sus más nítidas señas de identidad.
Lejos de ceñirnos literalmente a los ataques, se nos sugiere que leamos las obras del pasado desde los ojos del presente. En este sentido, ¿puede leerse una pintura -soberbia- de Alex Katz realizada en 1994 con la caída de las torres en la mente? Las diferentes perspectivas que ofrece la exposición resultan en ocasiones insólitas pero a menudo muy sugerentes, y enraízan en sensaciones de carácter abstracto y universal. La participación de Diane Arbus, por ejemplo, consiste en una fotografía de un periódico tirado en una calle de Nueva York, expuesto al azar al que forzosamente le aboca su propia fragilidad.
El caso del famoso motete de Janet Cardiff (Forty-Part Motet, 2001) es revelador. Instalado en su día en las salas del PS1 poco después de los ataques, el trabajo es una grabación de un motete del siglo XVI interpretado por 40 voces que se hacen audibles a través de otros tantos altavoces dispuestos en una circunferencia. En su centro, el visitante asiste a una sinfonía coral y homogénea mientras que si se acerca a cada altavoz escuchará las voces individuales. Eleey alude así a la experiencia personal y a la memoria colectiva que dimanan de uno de los episodios más dantescos de nuestra historia reciente. La presencia de Forty-Part Motet en la exposición está bien atada y bien traída teniendo en cuenta que la pieza se montó en este mismo espacio hace diez años y que ahora vuelve para que nos preguntemos qué ha cambiado en nuestro modo de percibirla.
La pintura de Katz también es ilustrativa pues obliga al espectador a ceñirse a su propia capacidad evocadora. Sobre un mar en calma se proyectan dos sombras verticales. Son formas desvaídas, como espectrales, con las que Eleey nos habla de la sensación de pérdida que instauró la repentina ausencia de unas torres que él, nos cuenta en su texto del catálogo, cómo mucha otra gente, seguía viendo por todas partes incluso años más tarde. También sugiere un cierto estado de paranoia, con las dos formas imprecisas que no acaban de estar plenamente visibles y nunca acaban de desaparecer. Tal es la magnitud de la tragedia, tan extraordinariamente difícil de creer.
