Prometeo, la orquilla del hereje y el mundo verde, 1999

Es la primera retrospectiva de Leon Golub en nuestro país. El Palacio de Velázquez de Madrid reúne un centenar de obras del artista estadounidense, de quien también se podrá ver una serie de pinturas en la galería Pilar Serra. Adrian Searle, amigo del artista, nos ayuda a entrar en su oscuro universo.

Casados durante casi medio siglo, Leon Golub y Nancy Spero eran un dúo perfecto. Siempre que viajaba a Nueva York intentaba visitarlos en el gran loft que poseían en los límites del SoHo, donde vivían y trabajaban en estudios divididos por una gran pared. Golub murió en 2004, Spero en 2009. Golub gustaba de interpretar el papel del matón de Chicago y atacaba sus cuadros con un cuchillo de carnicero. En cambio, Spero daba la impresión de ser un alma mucho más tierna hasta que descubrías la rabia de su arte. "Nancy tiene más registros que yo"-me dijo Golub un día que le entrevisté en 1990- "porque ella trabaja tanto con la violencia y con lo sádico como con lo apolíneo y lo exuberante".



Pertinaces en su crudeza y amargura, los cuadros de Golub encarnan medio siglo de dolor y violencia, tortura y guerra, maldad y cólera. En sus obras más tempranas se representan míticas batallas, con unos hombres que hacen pensar en los cadáveres hallados en Pompeya y que más tarde se transformarían en esas tambaleantes figuras abrasadas por el napalm que los noticiarios mostraban cada noche durante la Guerra de Vietnam; o en muchachos campesinos vietnamitas enfrentados a unos reclutas norteamericanos tan jóvenes y confundidos como aquéllos. Para Golub tan víctimas son unos como otros.



Golub vino al mundo en 1922 y fue, como afirma Augie March, el personaje de Saul Bellow, "un americano, nacido en Chicago, y hago las cosas tal como yo me he enseñado a mí mismo". Judío como Augie, Golub fue testigo de un siglo que, para bien o para mal, fue el siglo americano. Siempre se diferenció por su radicalismo político, y no cesó de pintar rebeliones y operaciones encubiertas, El Salvador, las maquinaciones sin escrúpulos del mundo de los grandes negocios, las desigualdades del país de la libertad.



Luego vienen sus retratos: del General Geisel, el dictador brasileño; de Henry Kissinger, Pinochet, Ho Chi Minh, Castro, Franco. Golub encontraba sus imágenes en revistas y luego las repintaba tal como la cámara las veía, con su orgullo desmedido, sus uniformes y en sus féretros. Dictadores con gafas de sol, cual siniestros turistas. El retrato que Golub hace de Franco lo extrae aisladamente de una foto en la que el dictador, que en la foto besaba la mejilla de alguien parece como si silbara. Golub no era inmune al humor.



Cuando pintaba a interrogadores, mercenarios o a los tipos que deambulan por las esquinas, Golub sabía-y con frecuencia nos lo hace saber- qué coerciones, qué privación de derechos les han empujado hacia lo que son. Su arte nos pasea por sórdidas salas de interrogatorio, mostrándonos a hombres secuestrados arrojados en maleteros de coche mientras nosotros, de pie ante los cadáveres, cavilamos sobre cómo librarnos de ellos. Alguien orina sobre una víctima. Nos mezclamos con ancianos negros cascados por la vida, con rudos tipos de la calle o con blancos pobres y racistas que nos hacen la peineta. Golub pintó a finos agentes de la CIA y tipos peligrosos de gatillo fácil, a oficiales hostigados o ese tipo de psicópata malvado que goza manchándose las manos de sangre. Pintó cortes de pelo, zapatos, varices, puros apurados hasta la colilla. Era capaz de representar el sudor, la intimidación, el miedo, y esa amenaza implícita que flota en el aire. Golub no llegó a pintar los horrores de Guantánamo o Abu Ghraib, pero su arte ya había estado ahí.



En su mejor expresión, sus pinturas son incontestables. Del cine y de la abstracción aprendió a usar el vacío y a recortar, agrupar y aislar imágenes. Es una pintura que imita el montaje. Posee un gran olfato para lo escénico y, sobre todo, un certero sentido de la caracterización: de los detalles del cuadro vivo, del instante suspendido. Los espacios vacíos en los que nada ocurre son los más temibles.



Y si, durante años, sus temas -esa puñetería suya, siempre a la contra- probablemente entorpecieron su carrera en los Estados Unidos, no lograron empañar sus logros. El Expresionismo Abstracto surgía y desaparecía, el Minimalismo y el Arte Conceptual creaban héroes mansos para con la nueva capital internacional del mundo del arte, y Golub seguía su propia senda. Él y Spero vivieron en Italia y luego en París, regresando a los Estados Unidos en un momento en el que no había lugar para una pintura como la suya. A pesar de todo, Golub siguió a lo suyo. A principios de los ochenta, un entusiasmo renovado por la pintura figurativa hizo que su trabajo se viera también como una suerte de crítica implícita de ese expresionismo light practicado por artistas más jóvenes, como Julian Schnabel, y tan apreciado por el mercado. En una ocasión, Alex Katz, el exquisito y sofisticado pintor de la América rica, sólo cuatro años más joven que Golub, me comentó que para él, Golub y su arte eran "adolescentes". A mí me sonó a cumplido.



Casi siempre, los lienzos de Golub cuelgan en la pared sin estirar. La pintura, aplicada, dejada secar y luego tratada con disolventes y rascada con un cuchillo de carnicero, deja sus imágenes incrustadas en el tejido del lienzo, como una mancha en la Sábana Santa turinesa sólo que más visceral y más crudamente física. Una vez, Golub, que gozaba también de un fantástico humor negro, pintó un cuadro en el que una fila de bailarinas anuncia el fin del mundo. A punto de cumplir los ochenta, acosado por los achaques de la edad, Golub se dedicó a pintar águilas voraces, esfinges carcomidas, calaveras y eslóganes, y a un Prometeo representado como un caído Titán que, al ver el águila a punto de golpear, exclama: "¡Coño, no me esperaba esto!".