Arte

Hernández Pijuan, artista esencial

En la muerte del pintor

5 enero, 2006 01:00

Sin título (118-7), 1996. Esmalte sobre papel japón

Muy difícilmente la obra de un artista pasa a formar parte del acervo de imágenes que constituyen nuestra visión de lo que es, amén de una obra de arte, nuestra idea de lo que es arte. Más arduo todavía es que supere la distancia que la diferencia de nuestro existir y entre a formar parte de nuestra conciencia de ser. Ese paso extremo ha venido a darlo, entre nosotros y no sólo en nuestro ámbito, la pintura de Joan Hernández Pijuan.

Si tuviese que encuadrarlo en una generación, ésta no sería, sin duda alguna, ni aquella del informalismo expresionista europeo de sus orígenes, ni la de las réplicas nacionales de los últimos años cincuenta. La suya no podría ser ninguna otra que la que en el inicio de los años setenta propició y dio cuenta del cambio estético más importante experimentado en nuestro país en el siglo XX. Su compañía natural no son ni Tàpies, al que me consta que admiraba, ni los Saura, Zóbel, Rivera o Torner, que a su lado resultan artistas de un tiempo pasado y precedente, sino un arco más amplio e internacional que incluiría a pintores, figurativos y abstractos cuyo territorio común fue el de una pintura suficiente por sí misma, dotada de una identidad polimorfa y, sobre todo, de una confianza en su patrimonio y en su autonomía para explorar los límites de nuestra comprensión y conocimientos.

De siempre se ha adjudicado a su imaginario el paisaje y su situación en aquel familiar y propio del alto Aragón, la Segarra leridana y de la masía de Folquer, en La Noguera -a caballo entre ambas-. Los pardos colores de la tierra, los solitarios cipreses o sus ordenadas hileras, las nubes flotantes en el cielo, la lluvia o la silueta troncal de la casa. Más rotundo me parece, y no ha sido creo señalado suficientemente, que sus referentes son aquéllos que enclavados sin duda en la naturaleza han adquirido su forma, su materialidad visible e incluso su arcana simbología por el trabajo del hombre. Campos sí, pero campos delimitados por las lindes que señalan su presencia, arados y sembrados o exhaustos después de la cosecha, que deja verticales sobre la tierra las pacas de hierba seca. También el claustro, la catedral, la celosía y otras arquitecturas. Porque la suya es una pintura profundamente humanística y profundamente humana; muy educada, en los distintos sentidos del término, instruida y considerada, atenta y respetuosa. Un excelente hacer de la materia plástica inductor de la conciencia.

Se equivocaría, y creo que gravemente, quien redujese su trabajo a su extraordinario esplendor formal, por más que incluso el propio artista afirme que siempre le ha interesado más cómo dice las cosas la pintura que qué cosas quiere decir con ella. Ese modo suyo de estar en "el lugar" hasta que puede extraer, no la representación del paisaje, sino las reglas para pintar de un modo que cambie la manera de pintarlo y, por tanto, que tenemos nosotros de verlo, lo emparenta a una estirpe que incluye a Seurat, Cézanne, Picasso, Mondrian y Matisse, entre otros. Del mismo modo que su comedimiento, persistencia e intensidad, empleando formulaciones aparentemente simples, lo empareja con Cy Twombly, Robert Ryman, Brice Marden o Agnes Martin -con quien compartió sala en la última edición de la Bienal de Venecia-.

Su irradiación e influjo y el respeto que reconocen los pintores más jóvenes no procede de mimetismos respecto a su trabajo, sino de un elemento más profundo y crucial, de una actitud decidida y probada ante la vida y ante el arte, y también de su extraordinaria labor didáctica y de la incorporación a ésta, en el ámbito universitario, de artistas mucho más jóvenes que él, con quienes, por extraño que parezca, siempre resultaba ser un igual, pero mucho más alto.

No me resigno, sin embargo, a que ya no pueda de nuevo sorprenderme con una nueva vuelta de tuerca en esa espiral de retorno a lo conocido en la que todas las cosas, como en su obra, parecen de estreno. Ya no está con nosotros el artista, pero nos resta el consuelo de la permanencia esencial e imprescindible de sus pinturas.