Image: La Gioconda en la jaula del espectáculo

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Arte

La Gioconda en la jaula del espectáculo

La Sala de los Estados del Museo del Louvre abre sus puertas con una nueva ordenación

31 marzo, 2005 02:00

La Gioconda (h. 1503-1506) de Leonardo da Vinci, con sólo 77 x 55 cm, compite ahora en la sala con Las bodas de Canáan (1563) de Veronés (677 x 994 cm.). Foto: RMN/Ojéda

La Sala de los Estados del Museo del Louvre abre el 6 de abril sus puertas con una nueva ordenación que une a la "Gioconda", la estrella del museo, con "Las bodas de Canáan" de Veronés, el cuadro más grande de su colección. Pero ¿qué sentido tiene, si no es el de atraer al público, la fusión del arte veneciano con la tabla de Leonardo? De ello reflexiona José Jiménez, visitante de excepción del nuevo espacio.

Se mueve. Y cuando ella se mueve todo el mundo presta atención. Mona Lisa, la Gioconda, la gran pintura sobre tabla de Leonardo da Vinci, que en el curso de los siglos ha fascinado a todo tipo de escritores y artistas, cambia de sitio en su casa, el Museo del Louvre, desplazándose apenas unos cientos de metros. Así que se mueve, pero poco. El tiempo de sus grandes viajes: en 1963, a Washington y Nueva York; en 1974, a Tokio y Moscú, se acabó.

Los grandes museos internacionales son cada vez más reticentes a permitir que sus obras más significativas dejen, aunque sea temporalmente, sus salas, tanto por una razón de identidad (es lo que la gente va a ver en ellos), como de riesgo (la situación geopolítica mundial es bastante inestable).

Además, se trata de una obra frágil, en muy buen estado de conservación, pero frágil. Cuidada durante siglos en las colecciones de arte de la corona francesa desde que el rey Francisco I la adquirió, probablemente en 1518, y después ya en el Museo del Louvre, donde entró en 1804, su estado actual de conservación es bastante bueno, me aseguraba una de las conservadoras del Museo.

La tabla de álamo sobre la que Leonardo realizó la pintura tiene una ligera tendencia a curvarse por las variaciones de temperatura, pero este aspecto, debidamente conocido, no supone ningún problema con los medios técnicos y museográficos de hoy. Eso sí, siempre que la obra se mantenga en una situación cuanto más estable posible.

Así que, ¡ay paradoja!, en el tiempo de los grandes viajes de masas, esta dama del deseo y el ideal apenas puede moverse. Claro está, tampoco lo necesita: son los otros quienes van a visitarla. Desde todos los rincones del planeta. Y conociendo, además, previamente sus rasgos. No existe una obra de arte tan conocida como la Mona Lisa de Leonardo.

Un fenómeno inseparable de la existencia de los medios de comunicación modernos, que reprodujeron masivamente su imagen cuando fue robada en 1911, y de nuevo pocos años después con motivo de su recuperación y devolución al Museo en 1913. A partir de entonces, la utilización de esta figura especial en los ámbitos más diversos de la representación y el consumo se intensificó hasta el paroxismo. Hasta hoy, en que resulta verdaderamente difícil no conocer su imagen, aun sin haber visto directamente la obra.

De todas estas cuestiones son muy conscientes, naturalmente, los responsables del Museo del Louvre: la pequeña, en tamaño, pintura de Leonardo es, en sí misma, una auténtica estrella del turismo de masas. Y éste es, para mí el problema: su nueva presentación implica una acentuación en el deslizamiento progresivo de los museos hacia el espectáculo y la banalización, muy lejos de la función educativa, de formación del juicio crítico y de expansión del placer estético, que es preciso reclamarles.

La reorganización de la Sala de los Estados, cuyo proyecto ha estado a cargo del arquitecto de origen peruano Lorenzo Piqueras, supone quizás una mejora de las condiciones climáticas, de iluminación y de seguridad en la presentación de la Gioconda, pero es un auténtico disparate desde el punto de vista de la coherencia museográfica y artística.

En una sala enorme, se va a situar en cada extremo, a veintiocho metros de distancia entre sí, el cuadro más grande que posee el Museo del Louvre: Las bodas de Canáan (1563), de Veronés, y la pequeña tabla que Leonardo pintó probablemente unos sesenta años antes, detrás de una barra y un vidrio de seguridad. En las dos largas paredes laterales, irán unas cincuenta pinturas, todas ellas venecianas, del siglo XVI.

No tiene ningún sentido. Es verdad que la mayoría de la gente mira, en los museos, sin saber muy bien lo que ve. Pero precisamente eso es lo que hay que pedir: que los museos sitúen la mirada de los públicos, que contribuyan, sin filtros distorsionadores o autoritarios, a situar el contexto preciso de conocimiento y disfrute de las obras.

¿Qué tiene que ver Leonardo, un toscano, que vivió y trabajó también en Milán y en Roma, pero nunca en Venecia, con la por otra parte esplendorosa escuela veneciana…? Son mundos aparte. ¿Qué puede justificar la confrontación de la gigantesca obra de Veronés, una pieza de temática religiosa, pensada como decoración del refectorio del Convento de San Giorgio Maggiore, de Venecia, con un retrato de carácter civil, concebido como una pieza íntima? No encuentro otro motivo que la búsqueda de la espectacularidad, el deseo de intensificar la sensación de singularidad de la Gioconda, degradando las demás obras de la Sala a una función de mero decorado.

La cosa resulta aún más grave si se piensa que el Museo del Louvre posee quizás la mejor colección de pinturas de Leonardo que exista hoy en el mundo. Así que ésta es una ocasión perdida, quizás hasta el momento, en algún futuro imaginario, en que sea factible reunir sus pinturas y dibujos en una sala monográfica y coherente.

Pero en esta ocasión, todo tiene un sentido muy diferente: los trabajos de la Sala de los Estados han sido financiados por Nippon Television Network, la misma cadena que pagó la reciente restauración de la Capilla Sixtina, y que ha llegado a otro acuerdo, también con el Museo del Louvre, para asumir los gastos de la reorganización de la galería de La Venus de Milo en 2006. Lo que ya sabíamos, el mundo se ha convertido en una gran pantalla, que ciega y vela la experiencia.